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El vallenato es una crónica cantada de la naturaleza

En cada trino de pájaro, en la sombra de un samán y en el murmullo de los ríos del Caribe colombiano, el vallenato encuentra su esencia: un canto eterno a la biodiversidad que lo inspira y lo define.

  • El Caribe colombiano, cuna del vallenato, resguarda en su biodiversidad la inspiración de sus juglares, donde cada río, árbol y ave cuentan historias que se convierten en música. FOTO Pixabay
    El Caribe colombiano, cuna del vallenato, resguarda en su biodiversidad la inspiración de sus juglares, donde cada río, árbol y ave cuentan historias que se convierten en música. FOTO Pixabay
24 de noviembre de 2024
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Bajo el manto azul del Caribe colombiano surge un género musical que va más allá de la melodía: el vallenato, un compendio de crónicas cantadas que celebra la riqueza natural del territorio en el que fue concebido, pues en sus letras, los pájaros no son solo aves, son mensajeros de emociones; los ríos no son meros caudales de agua, son testigos de amores y desamores; y los árboles, con sus copas frondosas y sombras protectoras, se convierten en refugios de esperanza y poesía.

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Para los juglares del Caribe, la naturaleza ha sido mucho más que un telón de fondo, ha sido el alma misma de sus composiciones. Desde el carpintero que picotea con ritmo constante hasta el mochuelo que le canta al maíz, cada elemento natural encuentra su lugar en estas odas. Marina Quintero Quintero, psicopedagoga, investigadora y profesora de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia, explica que “el vallenato nació de una conexión profunda con la tierra, porque los compositores crecieron en un mundo donde los ríos, los montes y las aves eran parte de ellos mismos”.

Y es que el recorrido por la geografía vallenata revela cómo la biodiversidad inspira estas crónicas sonoras. Álvaro Cogollo Pacheco, biólogo e investigador de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales del mismo campus, resalta esta relación: “Las canciones vallenatas son una extensión de la naturaleza que las rodea. Cada árbol, cada flor y cada pájaro que aparece en sus letras tiene un significado profundo, que conecta a los oyentes con la esencia del Caribe”.

Es decir, el vallenato no solo es música, es un archivo vivo de la relación entre el hombre y su entorno. Las aguas del Magdalena, las flores del guayacán y el canto de la guacharaca son parte de un patrimonio que no solo cuenta historias del pasado, sino que también plantea preguntas sobre el futuro: ¿qué será de esta música si desaparecen los paisajes que lo inspiraron? En un mundo cada vez más desconectado de la naturaleza, estas crónicas cantadas recuerdan que el alma del Caribe sigue latiendo al ritmo de sus ríos, aves y árboles.

La fauna en el pentagrama

En el universo vallenato, los pájaros no solo cantan, también conversan con los instrumentos. El género, con sus cuatro aires tradicionales —paseo, merengue, son y puya—, captura los sonidos de la fauna local, transformándolos en melodías y ritmos que evocan la vitalidad del Caribe.

En la puya La fiesta de los pájaros (1970, según se estima), de Sergio Moya Molina, el acordeón emula el canto del carpintero (Melanerpes rubricapillus), mientras la guacharaca reproduce los graznidos de su ave homónima, creando así un diálogo sonoro que convierte a los instrumentos en narradores de la biodiversidad. “Esta integración de la naturaleza en la música no es fortuita, es un reflejo de la cotidianidad de los juglares, quienes crecieron rodeados de montes y ríos donde el canto de las aves marcaba el inicio y el fin de cada jornada”, cuenta Marina, quien, además, dirige el programa de radio Una voz y un acordeón, que se ha transmitido por más de 40 años en la Emisora Cultural de la Universidad de Antioquia.

Pero la fauna del Caribe no solo aporta sonidos, sino simbolismo. En El mochuelo, compuesta por Adolfo Pacheco en los años 80, el ave representa la perseverancia y la conexión con la tierra. Otras canciones, como El chupaflor, de José Barros Palomino, popularizado en los años 40 y 50, celebran el acto de polinización a través de la figura del colibrí, cuya danza entre las flores es vista como un ritual de amor.

Álvaro comenta que “los compositores vallenatos lograron capturar la esencia de su entorno, creando un archivo sonoro que conecta a las personas con la riqueza de la biodiversidad”, o sea, las letras embellecen y educan al mismo tiempo. Así, el vallenato se convierte en un puente entre la naturaleza y la cultura, recordando que cada trino y cada zumbido tienen una historia que contar.

Árboles que cuentan historias

En el vallenato, los árboles, más allá de ser testigos silentes, son protagonistas cuyas sombras albergan encuentros, memorias y emociones. El samán (Samanea saman), conocido también como campano, es uno de los más evocados en las canciones. Una muestra de ello es que con su copa amplia y su sombra generosa se convierte en símbolo de refugio y frescura en Los campanales (1955), una melancólica composición de Alejandro Durán que rememora amores idílicos bajo su follaje.

En climas cálidos, descansar bajo un samán era casi obligatorio —señala Álvaro, quien ha escrito tres libros sobre vallenatos y botánica y ha desentrañado cómo procesos como la polinización o el cortejo de las aves encuentran expresión en las letras de este género—. Por eso, su imagen está profundamente arraigada en la memoria colectiva y musical del Caribe”.

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Otro árbol que reina en las narrativas vallenatas es el cañahuate (Handroanthus chrysanthus), tan famoso en Antioquia por su otro nombre, guayacán amarillo, como se puede apreciar en Ay Hombe, compuesta por Jorge Celedón y lanzada en 2002. Una famosa canción que empieza “Hermoso cañaguate florecido” y en el que las flores embellecen el entorno y simbolizan la esperanza y la renovación del ser amante. Para Cogollo, esta canción es un ejemplo de cómo la naturaleza inspira el arte: “El cañahuate refleja la ciclicidad de la vida y su explosión de color es un recordatorio de que siempre hay lugar para la belleza, incluso tras las adversidades”.

Por su parte, el higuerón (Ficus elástica), rodeado de mitos y leyendas, también tiene su lugar en estas crónicas cantadas. En Debajo del higuerón, compuesta por el “padre del acordeón”, Abel Antonio Villa, su sombra se convierte en escenario de confidencias y amores furtivos, y en ese sentido, Marina rescata que esa es una muestra de que los árboles en el vallenato no son meros decorados, son personajes con significado propio. “Cada árbol evocado en una canción cuenta una historia, guarda un secreto y conecta al oyente con la tierra que lo vio nacer”.

Científicamente, muchos de estos árboles también tienen un rol ecológico vital. El samán mejora los suelos gracias a su capacidad de fijar nitrógeno, mientras que el guayacán es una especie clave para la polinización en los ecosistemas secos del Caribe. Así, cada canción que los celebra no solo preserva una memoria cultural, sino también ecosistémica.

Los ríos como protagonistas

Los ríos del Caribe colombiano, arterias de vida que serpentean entre paisajes y memorias, han sido testigos y protagonistas en la narrativa vallenata, encarnando el espíritu de las canciones, conectando a los juglares con su entorno y dándoles una fuente inagotable de inspiración, ya que desde las límpidas aguas del Tocaimo hasta el imponente caudal del Magdalena, estos torrentes de agua son, como dice Marina Quintero, “el alma líquida de la música vallenata, un reflejo más de la conexión entre los habitantes y la naturaleza”.

En Matilde Lina (1970) Leandro Díaz escribe: “Las aguas claras del río Tocaimo me dieron fuerzas para cantar...”, un verso que convierte al río en el compañero mudo que revitaliza las emociones del juglar. Similarmente, en La diosa coronada (1950), Rafael Escalona entrelaza las historias humanas con las márgenes de un río que guarda secretos de amor y desamor, inmortalizando un espacio donde lo cotidiano y lo sublime convergen.

Para Álvaro Cogollo, los ríos cuentan historias e imprimen su movimiento en el ADN musical del género: “El vaivén de las aguas, su calma y sus rápidos, están presentes en los aires del vallenato. La cadencia de un paseo evoca el fluir tranquilo, mientras que el merengue imita la fuerza impetuosa de un río crecido”.

Así pues, estas corrientes naturales de agua son símbolos de identidad y resistencia que conectan territorios, recuerdos y tradiciones. No obstante, como menciona Marina, “la modernización amenaza estos espacios, porque cuando los ríos desaparecen o se contaminan, también se pierde la memoria que fluye en su s aguas”.

Una memoria en peligro

El vallenato, declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco en 2015, cuenta las historias de sus gentes y su relación íntima con un paisaje que, cada día, parece más amenazado, porque los ríos, árboles y montes que inspiraron a los juglares de antaño están siendo transformados por la modernización, la urbanización y el abandono de las tradiciones rurales.

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Marina lo explica con claridad: “La modernización no tiene corazón. Transformó los paisajes que antes eran la cuna de inspiración de los juglares. Ya no hay sombra de samanes donde descansar ni ríos limpios que escuchar”. En lugar de ese entorno natural, los jóvenes de hoy crecen en un paisaje dominado por el concreto, donde los sonidos de los pájaros han sido reemplazados por el bullicio urbano. Este cambio cultural y ambiental amenaza con borrar las raíces del vallenato tradicional.

En ese mismo sentido, Álvaro habla sobre cómo la pérdida de biodiversidad impacta directamente en el repertorio vallenato: “Cuando desaparecen los árboles y las aves que inspiraron tantas canciones, también se pierde la conexión emocional con la naturaleza. Es difícil cantarle a algo que ya no existe o que las nuevas generaciones nunca conocieron”. Canciones como El mochuelo o Debajo del higuerón son ecos de un tiempo donde la naturaleza era protagonista y no una nota al margen.

Asimismo el cambio se siente en las letras. Hoy, muchas canciones vallenatas han cambiado sus temáticas, alejándose de la riqueza natural para centrarse en temas urbanos o comerciales. Para la profesora, “estas canciones que parecen reguetón disfrazado de vallenato carecen de la profundidad y la conexión cultural que definieron en algún momento al género. Son un síntoma de cómo el patrimonio sonoro se diluye”.

Sin embargo, no todo está perdido, en la actualidad, iniciativas locales buscan preservar tanto el medio ambiente como las tradiciones musicales. La reforestación de especies emblemáticas como el guayacán o el samán, junto con talleres de música tradicional en comunidades rurales, son pequeños pasos hacia la conservación de este legado.

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