Las temperaturas récord en su superficie, la desaparición acelerada del hielo polar, el blanqueamiento sin precedentes del 84 % de los arrecifes de coral y la acidificación progresiva confirman lo que la ciencia ha advertido durante años: la salud del océano ha llegado a un punto crítico. Y esta semana, mientras se instala en Niza la Tercera Conferencia de las Naciones Unidas sobre los Océanos (UNOC 2025), el planeta se enfrenta al doble desafío de frenar una catástrofe ambiental y reparar el vínculo quebrado entre el desarrollo humano y el equilibrio marino.
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Desde el Acuerdo de París en 2015, los océanos han absorbido una cantidad de calor equivalente a 1.700 millones de bombas atómicas. La cifra no solo es alarmante, sino profundamente reveladora: el mar ha sido un amortiguador invisible del cambio climático, pero su capacidad de resiliencia está al borde del colapso. “El calentamiento global en la última década equivale a cinco explosiones atómicas por segundo”, alertó el oceanógrafo Alex Sen Gupta. Y ese exceso de energía térmica ya se traduce en impactos devastadores: más de tres veces la cantidad de olas de calor marinas en los últimos dos años, cierres masivos de pesquerías, tormentas extremas como la de Daniel en África —la más letal del continente— y la pérdida irreparable de millones de organismos marinos.
Las proyecciones más conservadoras indican que, incluso si las emisiones globales cesaran hoy, el nivel del mar seguiría subiendo durante siglos. La sentencia del Tribunal Internacional del Derecho del Mar en 2024, que reconoció formalmente los gases de efecto invernadero como contaminación marina, impone una responsabilidad jurídica clara: los Estados parte de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (CONVEMAR) deben actuar con urgencia para reducir y controlar estas emisiones. Paradójicamente, ese mismo año se dispararon las inversiones en infraestructura fósil offshore.
Este desfase entre la ciencia y la política, entre las urgencias ambientales y los intereses extractivos, es una de las grandes tensiones que atraviesan la conferencia de Niza, pues el llamado a triplicar la capacidad de energías renovables y eliminar progresivamente los combustibles fósiles para 2030 es contundente. Pero requiere voluntad política, cooperación internacional y financiación específica para los océanos, un área históricamente olvidada en los flujos del financiamiento climático.
En este contexto, las voces latinoamericanas aportan una perspectiva crucial. La región —rica en biodiversidad costera y con una fuerte dependencia pesquera y turística— enfrenta amenazas concretas por la expansión de la industria de hidrocarburos en alta mar. “La extracción de petróleo y gas pone en riesgo nuestra seguridad alimentaria y vulnera nuestros derechos fundamentales al trabajo, la salud y un ambiente sano”, denunció Julián Medina Salgado, pescador artesanal colombiano y representante de la Unión Latinoamericana de Pesca Artesanal. Su afirmación sintetiza una preocupación compartida: no es posible hablar de gobernanza oceánica sin considerar los derechos humanos de las comunidades costeras.
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Desde Brasil, Suely Araújo, del Observatório do Clima, advirtió sobre el impacto estructural de la industria petrolera en los ecosistemas sensibles. “Incluso sin accidentes, la contaminación es constante. Zonas como la desembocadura del Amazonas deben quedar excluidas de la explotación fósil”, señaló. Y cabe mencionar que esa exclusión no solo responde a un criterio ambiental, sino a la necesidad de preservar el equilibrio climático planetario.
Organizaciones de la sociedad civil caribeña, como la Red Gran Caribe Libre de Fósiles, también han elevado su voz. Carolina Sánchez Naranjo, una de sus representantes, denunció que “el mar Caribe no puede convertirse en la próxima fuente mundial de petróleo y gas”, y cuestionó la falta de participación pública en decisiones de alto impacto: “Nuestra región depende de estos ecosistemas para el empleo, la alimentación y la estabilidad económica”.
Es importante mencionar que la ciencia respalda estos llamados. El Grupo de Alto Nivel sobre los Océanos, por ejemplo, estima que si se implementaran a gran escala las soluciones basadas en los océanos —conservación marina, transporte marítimo limpio, tecnologías offshore limpias—, se podrían reducir hasta 14 gigatoneladas de CO₂ para 2050. Para dimensionarlo: esa cantidad equivale a las emisiones combinadas actuales de China y Estados Unidos.
Pero sin financiación adecuada, esas soluciones seguirán siendo aspiraciones, ya que sin justicia ambiental, el mar continuará siendo territorio de sacrificio. Y sin un cambio estructural en el modelo energético, los océanos seguirán recibiendo —segundo a segundo— la energía de un desastre fabricado por la mano humana.