Antonia, que a sus doce años contadas veces ha caminado el Centro y nunca de noche, se mueve rápido y con desconfianza por La Playa, alzando una ceja insolente mientras aprieta mi mano. Es la más joven de un grupo de treinta y tantos que se reúne afuera del teatro Pablo Tobón Uribe, alrededor de Edwin, que convoca con su micrófono gangoso para anunciar que la Noche de Galerías está por comenzar.
La Noche de Galerías nació hace más de siete años, la inventó la Corporación Distrito Candelaria, que lleva una década andando el corazón de Medellín; abriendo candados y divulgando sus secretos. Surgió con un objetivo simple: recuperar el derecho a habitar el Centro en la noche, al menos por tres horas que dura el recorrido. Son encuentros informales; a través de sus redes sociales Distrito Candelaria anuncia los días de recorridos y simplemente los caminantes llegan al punto de encuentro y listo. No tiene inscripción previa ni precio fijo, reciben aportes voluntarios.
Las rutas que tienen se bifurcan por absolutamente cada rincón de la comuna Candelaria. Una vez se conocen las entrañas del Centro y se despoja de miedos y escrúpulos, las formas y posibilidades de conocerlo parecen inagotables.
La de esta noche arranca frente a La Bachué, la escultura frente al Pablo Tobón, esa madre primigenia de pechos firmes moldeada por José Horacio Betancur que terminó exiliada una década hace 70 años por la moralina intolerante de la Iglesia Católica. Edwin sabe que tiene la atención en pleno y que la reacción del grupo, en su mayoría mujeres, le pide seguir esa línea. Entonces narra también la historia de censura contra la Gorda de Botero en Parque de Berrío, la gorda desvergonzada y desnuda y novia de todos que en una ingeniosa solución para burlar a sus censores y ganarles en su propio juego se casó con una marioneta llamada Mancancán en 1993, pero siguió promiscua y sola y desnuda y próxima a cumplir cuarenta años.
Antonia escucha satisfecha y ya suelta. El recorrido sigue hasta el Palacio de Bellas Artes y aparecen las historias de Teresita Gómez como aprendiz nocturna y furtiva del piano; los desafíos de Débora Arango a sus maestros. Ese salón solemne donde los hombres ricos de la Sociedad de Mejoras Públicas se sentaron a planear y ejecutar la Medellín que ellos soñaban. A pocos pasos de ese salón está la sala de exposición que contiene el imaginario actual que los jóvenes tienen de La Playa; un caos espectacular de ideas, grafitis, suciedad y belleza y reclamos y nostalgias. La evolución de una avenida que llegó a considerarse como una de las más lindas del mundo y que incluso tuvo su propio corresponsal de Life, la revista que retrató cada hecho importante del siglo XX.
De camino al Paraninfo, por Córdoba, Antonia vuelve a apretar mi mano. El grupo, que caminaba alargado y distendido, se contrae instintivamente. A pesar de la existencia del Pequeño Teatro y de nuevas propuestas de restaurantes y cafés en las enormes casonas de la cuadra, la soledad y los olores putrefactos vuelven a imponerse. Alguien comienza a acechar. No busca comida ni una moneda, como dice, quiere intimidar. Pero en segundos entiende que el grupo se basta y se esfuma por la acera del Cefa.
Cuando Distrito Candelaria comenzó con los recorridos pensaron en pedir acompañamiento policial, pero desecharon la idea porque reñía con el espíritu de recuperar el vínculo de confianza entre las personas y los espacios del Centro. Y les ha dado resultado así.
En el patio central del Paraninfo, pocos dicen saber que allí, en una de las obras arquitectónicas más espléndidas de Colombia, cuna de la educación pública y dueña de su propio microclima –donde la temperatura siempre es más benévola que en el resto del Centro– todo el mundo es bienvenido; quien busca la piedad de la sombra al mediodía o comerse la coca amparado en cierta intimidad.
Todo eso lo cuenta Edwin sentado de espaldas a la escultura del Flautista, para los conocedores de la obra de Rodrigo Arenas Betancur y para su esposa María Elena Quintero, la mejor de sus creaciones.
El Flautista, un hombre que toca una flauta acompañado por un perro fiel, es una feroz crítica a la hipocresía de la sociedad que es capaz de dejar morir de hambre a un artista para luego rescatar (y usar) su arte una vez muerto.
El grupo empieza a bajar por el tranvía con paradas en la Iglesia San José (porque, sí, también la Iglesia tiene su arte), y a medida que desciende por San Antonio hacia Guayaquil el entorno se torna cada vez más pesado. La siguiente parada es en la Lotería de Medellín; pocos edificios en el país cuentan historias, literalmente, como ese edificio esquinero custodiado 24 horas por vendedores de lotería incansables.
Incrustada en la fachada del edificio están las obras de Jorge Mario Vieco y Rodrigo Arenas. La de Vieco es una saga sobre la cosmogonía indígena. En una de las caras del edificio cuenta la historia de los artesanos que, derrotados, entregan sus nobles herramientas a una máquina monstruosa que lo devora todo.
Edwin pregunta al grupo si acaso puede leerse hoy esa obra como los habitantes de Medellín que entregan la ciudad: sus espacios, sus viviendas, su historia, su propio cuerpo al servicio de la máquina devoradora del turismo. Y pregunta que si palpar la ciudad como lo estamos haciendo a esa hora, la ciudad negada y real, no es acaso un acto de rebeldía contra esa máquina que mastica y escupe, que busca homogeneizar y expulsar a quienes la habitan.
Edwin sabe que tocó fibras y pone rostro de satisfecho. Si el recorrido acabara ahí, con ese interrogante que dejó caer como una piedra, sería el remate ideal. Pero todavía falta.
Pipas y jeringas y miradas turbias se asoman camino hacia el Palacio Nacional, los pasos se alargan y zigzaguean para evadir las sobras de los restaurantes expuestas en bolsas rotas. El instinto corporal aparece. Las caminantes se recogen y llevan sus manos hacia el centro de su cuerpo; los hombres endurecen el cuello, intentan hacerse grandes como si se quisiera espantar a un puma. Diferentes expresiones ante un sentimiento: temor.
Hay siempre algo obsceno y fascinante en ingresar a lugares que deberían estar cerrados a esa hora. Sin los gritos, los vendedores y compradores hormigueando por cada rincón; sin ese vaho de aliento y sudor que cubre el lugar durante el día, el Palacio es un lugar distinto. Los últimos jueves de cada mes, en los últimos pisos del Palacio Nacional, se arman unas fiestas pomposas. Las galerías de arte se llenan de vida, de música. Los artistas invitados reciben a los visitantes al lado de sus obras y conversan, explican, se cuestionan.
Es un espacio hecho para sobreestimular los sentidos: demasiado color, demasiada belleza, mucho movimiento. En las mesas, grupos de hombres llenos de oro chocan vasos de whisky con sus risas guturales, familias pasean con sus perros por las galerías, alguien al piano toca el Claro de Luna de Debussy al mismo tiempo que, en el tercer piso, el vozarrón de un cantante grita el Cucurrucucú Paloma.
Las mujeres van elegantes, tal vez demasiado elegantes, y caminan con un caminado tal vez demasiado ensayado, mientras sostienen copas de vino. Antonia está conquistada ya por el cansancio y por el tedio de pensar que en unas horas tendrá que estar en el colegio. Su conclusión, echando una última mirada a esculturas de 8.000 dólares, es que a lo mejor no vuelva a apuntarse al plan. Yo sé que sí, tal vez no rápido y no conmigo, pero definitivamente sí. Ojalá en un Centro con una noche más recuperada y extensa, pero igual de insumiso.