La primera explosión tuvo lugar a las 18:24 horas de Afganistán. El epicentro, las cercanías del aeropuerto de Kabul, sinónimo de tragedia y de despedidas. Una detonación seca, filtrada entre una multitud que buscaba huir de la muerte, despedazó decenas de cuerpos al peso de su ola expansiva. Las televisoras afganas se llenaron entonces de imágenes de restos humanos, sangre y dolor. Las embajadas del mundo enviaron a sus países los primeros “Al menos”.
Al menos 60 muertos se habían confirmado de esa explosión y de otra más que la siguió hasta el cierre de esta edición. De ellos, 12 eran militares de Estados Unidos, confirmó el Pentágono.
Y tan rápido como comenzaron a llegar los heridos a los hospitales de Kabul, surgieron las reacciones. Uno a uno los líderes del mundo condenaron el ataque, que se atribuyó horas después el grupo Estado Islámico. Ninguno lo calificó de “sorpresivo”.
No lo fue. La amenaza “inminente” y “altamente letal” de un atentado en las cercanías del aeropuerto de Kabul había sido avisada horas antes por las agencias de inteligencia de Reino Unido y Estados Unidos. Lo que comenzó a pasar a las 18:24 horas de Kabul ha sido de hecho la confirmación de los temores que tras la llegada de los talibanes se habían desatado en Occidente.
“Era esperable. La historia de Afganistán lo que ha demostrado es que es un país más fácil de resistir que de gobernar”, apunta Mauricio Jaramillo Jassir, docente de la Universidad del Rosario con maestría en Seguridad Internacional. “Los talibanes, ya en el mando y presionados por el mundo para romper con grupos extremistas, ahora son víctimas del terrorismo”, dijo.