Ahora se ríe de sí mismo y de la situación, pero ¡cuánto sufrió, por Dios, con ese disfracito que la mamá le dio por ponerle cuando él era un chiquillo de cinco años!
Era de payaso. No sabe qué diablos era lo que veía la gente en él, sobre todo los otros niños, que apenas lo miraban se desternillaban de la risa y lanzaban burlas. Lloró un rato sentado en la acera.
Esteban Giraldo es un muchacho de Itagüí, que por estos días valida el bachillerato en un instituto comercial.
Ayer caminaba por una calle céntrica en compañía de Luisa Fernanda Pino, compañera de clases, y ella reía oyéndolo contar la anécdota. Reía -como si ella no hubiera tenido infancia, como si no hubiera sufrido con situaciones parecidas, como si nunca hubiera hecho el ridículo- cuando él continuó su relato enumerando los disfraces que había vestido: El Zorro, Peter Pan...
El que más disfrutó, dicho sea de paso, fue el de El Zorro. Las calles de Itagüí, donde creció, lo vieron desenfundar la espada luminosa y trazar, lo menos torpemente que le permitía su recién estrenada habilidad, la zeta en el aire oscuro de la Noche de Brujas, mientras cantaba la invariable canción: triqui, triqui Halloween. Quiero dulces para mí. Si no me das te rompo la nariz.
Luisa se animó a contar lo suyo. Dijo que también anduvo por esas mismas calles disfrazada de Blanca Nieves, muñequita, Fresita... Que odia con todas sus fuerzas ese tonto disfraz de muñequita, porque desde el momento en que su mamá le ayudó a vestirlo, se sintió ridícula. En la calle, los dedos señaladores y los dientes burlones terminaron por confirmarle su impresión.
Pero díganme ¿cómo hace uno para entender que el disfraz que más le gustó fue el de Fresita? Porque no vayan a creer que se trataba de una fruta roja en cuyo interior ella incrustaba su humanidad, y provista de cinco huecos para que sacara su cabeza y sus extremidades. No. Fresita era una muñeca que ocupó espacio en la Casa de Muñecas de muchas niñas y, claro, en la de Luisa también. ¿Por qué? Pues porque el vestidito -dice ella- era más bonito...
Juan David García tiene 25 años y puede decirse que nunca ha parado de disfrazarse un 31 de octubre.
Fue Superman, Robin Hood, Príncipe Azul... cuando era un niño y se conformaba con el vestuario que le mandaba a hacer su mamá.
A los veinte años fue colegiala, usando un uniforme de su hermana, pero este traje es difícil de llevar: debe uno estar siempre acompañado por otros iguales; de lo contrario, no resiste las burlas.
Y Kelly Gutiérrez, ya disfrazada de coneja, creció en los barrios Playa Rica y El Progreso, también en la Ciudad Industrial, recuerda con cariño sus disfraces de ratona, bailarina española, mujer árabe... Pero quiere arrojar varias veces al fuego del olvido para que no queden ni cenizas, el de Chilindrina, que ella tuvo que inventar un octubre en que su mamá no le dio disfraz.
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