En diferentes escenarios, algunas entidades de control del Estado han hecho una revelación escalofriante: el costo estimado del fraude en Colombia es de 4,2 billones de pesos al año. Esta cifra, de ser ajustada a la realidad, implica muchas cosas: que el costo del fraude, la corrupción, la mala administración, el despilfarro,
la pérdida de economías de escala y toda la gama de atentados contra la eficiencia y la transparencia de la administración pública, le cuesta el equivalente de un salario mínimo mensual a una familia típica de 5 miembros. 4,2 billones de pesos equivalen a casi 2 veces el presupuesto total de Coldeportes, 2 veces el presupuesto del Sena y 1,8 veces el presupuesto del Icbf.
Estas comparaciones nos permiten dimensionar el tamaño del problema que enfrentamos como sociedad, en un país como el nuestro en el que tantas necesidades se encuentran insatisfechas por falta de recursos económicos.
Quisiéramos poder refrendar las cifras de los entes de control (Auditoría General de la República), pero en materia de cuantificación de un fenómeno como el del fraude y la corrupción los cálculos distan de ser confiables.
Veamos por qué. Si se tiene en cuenta que los modelos de medición se basan en los fraudes conocidos, en las denuncias presentadas, en las encuestas de percepción y en otras variables imposibles de demostrar, es preciso admitir que los cálculos sobre el fraude tienen unos márgenes de error peligrosamente altos.
Además, considerando que las cifras aportadas solo corresponden a los fraudes descubiertos y divulgados, deberá considerarse que la porción de hechos fraudulentos cometidos en contra de los intereses de la Nación y que no han sido descubiertos, podría ser eventualmente tan grande o más que la que ha podido ser identificada y medida en términos económicos.
Otros dos factores deberían ser tenidos en cuenta: la "corrupción transparente", que consiste en hacerle trampa a la enmarañada fronda burocrática y procedimental, haciendo aparecer como si los pasos que se dan dentro de un proceso de contratación están en regla y, en consecuencia, que las adjudicaciones de contratos públicos se ciñen a la normativa vigente. En realidad, son muchas las oportunidades que existen para maquillar información o documentos en un proceso licitatorio, los cuales solo de vez en cuando son descubiertos de manera oportuna por los entes encargados de la vigilancia administrativa. Lamentablemente nuestro sistema de control posterior no permite la detección temprana de este tipo de eventos, lo que seguramente mejoraría la capacidad de reacción para corregir situaciones de fraude.
El otro factor es el costo social del fraude. Cuántas horas laborales perdidas, cuánto se desmejora la calidad de vida de los miembros de una sociedad sometida al saqueo sistemático de sus recursos? Cuánto más le cuesta al país conseguir empréstitos de la banca multilateral, debido a la calificación de riesgo de corrupción?
Por último, no debemos olvidar que para bailar un tango se necesitan dos. Aquellos que desde el sector privado alzan escandalizados sus voces para condenar al sistema por corrupto, deberían tener en cuenta que resulta muy difícil para un funcionario público cometer un fraude, si no cuenta con una contraparte en el sector privado que le falsifique la oferta, le facilite el presupuesto o
simplemente le pague comisiones al empleado estatal ávido mde dinero. La responsabilidad de este fenómeno es compartida.
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