La diplomacia, como parte especializada de la actividad gubernamental, surge con el fortalecimiento de un grupo de estados europeos en los siglos XV y XVI.
En esta materia, actuaron como precursoras las entidades políticas independientes que competían por el predominio de la península italiana.
En 1445, la República Veneciana estableció una misión permanente en Florencia. Poco después, se continuó con misiones permanentes en Milán, Nápoles y Roma, la sede del poder espiritual y terrenal del Papa, quien actuaba en aquel tiempo como líder religioso, a la vez que príncipe soberano de los Estados Pontificios.
Roma modificó la práctica de enviar en forma ocasional legados papales a otros cortes con el nombramiento de nuncios residentes, que hoy hacen parte de uno de los servicios diplomáticos más antiguos del mundo.
En la etapa formativa de la diplomacia formal, sus primeros practicantes combinaban las labores que en la actualidad constituyen disciplinas diferentes, tales como promoción comercial, relaciones públicas, divulgación cultural e inteligencia militar.
Los informes desde España en 1512 y 1513 de Francesco Guicciardini a la República Florentina, Relazione di Spagna, son una pieza clásica del género diplomático de la época del Renacimiento.
La necesidad de la diplomacia como expresión e instrumento esencial de la soberanía se hizo evidente al formalizarse las normas de conducta entre naciones-estado europeas, por medio del Tratado de Westfalia, de 1648, y el Congreso de Viena, de 1815.
Una función primordial del ejercicio diplomático es evitar el uso de la violencia como manera de expresar los conflictos entre gobernantes.
La guerra era un entretenimiento adicional de los monarcas y de la aristocracia. Los cañones europeos de la época premoderna portaban la inscripción Ultima Ratio Princeps, el último argumento del príncipe.
Al aumentar el costo material y humano de los conflictos bélicos, se pusieron en marcha esfuerzos colectivos por desestimular el recurso a la guerra y organizar formas alternativas de resolver las diferencias internacionales.
Ese fue el propósito del Concierto de Europa al finalizar las guerras napoleónicas a comienzos del siglo XIX, de la Liga de las Naciones y la Organización de las Naciones Unidas en el siglo XX.
Varios conceptos han ido incorporándose a la práctica aceptada de la actividad diplomática en el transcurso de los siglos. Habida cuenta de su objetivo primordial, la mentalidad diplomática es diferente de la mentalidad militar.
Eso explica la tensión dinámica que se observa al interior de cada estado entre los responsables de la defensa y los responsables de las relaciones internacionales. Dichas funciones rara vez son intercambiables.
Charles Maurice de Talleyrand les recomendaba a los jóvenes diplomáticos franceses: Surtout, pas trop de zèle. Ante todo, evitar el exceso de entusiasmo.
Por la naturaleza de sus fines, la diplomacia privilegia la mesura en el diálogo, la prudencia en el manejo de temas conflictivos, la atención a las formas y las buenas maneras. El cumplimiento de estas normas se presta a la fácil e injusta mofa de reflejar poca virilidad. Pero lo cortés no quita lo valiente.
Algunos de estos preceptos habrían mejorado la denuncia ante la OEA de la presencia de las Farc en territorio venezolano.
La presentación del embajador Luis Alfonso Hoyos hubiera podido ser más sobria, menos agresiva, menos exuberante y más breve. Es poco probable que su discurso ingrese a la antología de episodios memorables de la diplomacia colombiana.
Las relaciones con el régimen de Chávez seguirán siendo antagónicas, por razones que trascienden su simpatía con las Farc.
Al nuevo gobierno le corresponderá manejar esas discrepancias sin dramatismo, procurando minimizar los daños colaterales a la población civil de ambos lados de la frontera.
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