Un reformador no tiene por qué saberlo todo. Basta con que sepa a dónde quiere llegar. Pero si quiere tener éxito, ha de saber también cómo ampliar el número de sus seguidores. También es cierto lo que sabe cualquier navegante con algo de experiencia: tan importante es tener claro el puerto de llegada como conocer los cambios caprichosos de los vientos. En el caso del Papa Francisco no creo que llamarlo reformador haga justicia a sus desvelos. Creo que el Papa argentino, por la naturaleza del oficio que desempeña, es mucho más que un reformador.
Un reformador es alguien que quiere realizar cambios, y por eso lo más importante, para él, es saber a dónde quiere llegar. Seamos sinceros: eso de realizar cambios en la Iglesia suena bien, sin duda. Pero... ¿hacia dónde? ¿Puede un Papa, por más poder que tenga, elegir a su antojo la meta a la que haya de dirigir la nave de la Iglesia? En cualquier viaje, pero sobre todo cuando las condiciones se muestran adversas, resulta prudente y necesario parar a consultar la brújula. Arriesgado y temerario sería no hacerlo, y más en un mundo como el nuestro, atragantado con falsas verdades, libertades maniatadas y porciones mezquinas de felicidad, que se venden como pan en el gran mercado de las ilusiones baratas.
Hay reformadores –quizás haya demasiados- que tienen claro el rumbo y la meta. Por eso sus propuestas lo que buscan es seducir y atraer seguidores. Invitan a las masas a un viaje, con puerto seguro de llegada, adornado con bellas utopías que ni ellos saben si pueden alcanzar. Polarizan y dividen porque confían en que sus propuestas habrán de triunfar, y la verdad es que muchos de ellos acaban imponiéndose. Lo que no siempre revelan es el viento, la fuerza que los impulsa.
Porque hay otros líderes, esos que no se destacan tanto por las atractivas metas que proponen sino por la fuerza que los mueve. Y el Papa Francisco es uno de ellos. Quien eligió para su pontificado el nombre del poverello d’ Assisi -un hombre joven y bien posicionado que lo dejó todo para ser guiado solo por Dios- no se destaca por la certeza del hacia dónde sino por la calidad del viento que lo impulsa.
Por eso, las reformas y orientaciones que Francisco ha promovido en la iglesia no son del agrado de los voluntariosos defensores de un presunto progreso como tampoco de esos conservadores a ultranza para los cuales todo estaba ya suficientemente claro. La más difícil y la más lenta, la reforma de la curia romana, pisa muchos callos en curas y monseñores de carrera. Sus magisterios escritos más destacados, Laudato Sí -sobre la crisis ecológica y social de la humanidad que habita una casa común-, y Amoris Laetitia -sobre el amor en la familia-, son a la vez alabados y criticados por los dos extremos del espectro cultural contemporáneo. Y es que ambas posturas, aparentemente contrarias, comparten lo mismo: se concentran en preguntar hacia dónde va Francisco y pasan por alto el viento que lo impulsa.
Y es precisamente allí donde radica la clave para entender las reformas del Papa jesuita -que por supuesto las hay-. Lo que lo mueve es un viento antiguo -muy antiguo-, más no por eso desgastado (en griego espíritu se dice pneuma, que significa viento). Este espíritu, dependiendo de cómo se lo mire, puede ser tan conservador como revolucionario. Es un viento tan antiguo como Dios mismo, pero siempre rebelde e impredecible porque se muestra precisamente en su enorme capacidad para hacer nuevas todas las cosas; las cosas de Dios son todas las cosas.
Las reformas en la iglesia no se realizan para satisfacer la sed mundana del entusiasmo progresista o del cauteloso conservadurismo. Las reformas de Francisco consisten en el abandono de prácticas, símbolos, doctrinas y gestos que se introdujeron en la Iglesia procedentes de otros vientos, de otros espíritus, para volver a reencontrar la frescura de los vientos más suyos. Es como devolverse hasta encontrar las fuentes mismas de la Iglesia, esas en las que se hace visible y creíble la imagen de un Dios que es, por encima de todo, misericordia y compasión. Solo se trata de eso n