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Aprendiz de viajero

Gran texto sobre lo que significa ser un viajero, homenaje para la Academia Yurupary.

  • Bahía de Halong, Vietnam. FOTOS: Carlos Arturo Fernández Uribe
    Bahía de Halong, Vietnam. FOTOS: Carlos Arturo Fernández Uribe
  • En la Mezquita Verde, Bursa, Turquía.
    En la Mezquita Verde, Bursa, Turquía.
  • Ghats de cremación junto al Ganges, Varanasi, India.
    Ghats de cremación junto al Ganges, Varanasi, India.
25 de abril de 2018
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“El viaje es también un benévolo aburrimiento, una protectora insignificancia. La aventura más arriesgada, difícil y seductora se lidia en casa; es allí donde nos jugamos la vida, la capacidad o la incapacidad de amar y construir, de tener y dar felicidad, de crecer con valentía y agazaparse en el miedo; es allí donde corremos los mayores riesgos. La casa no es un idilio; es el espacio de la existencia concreta y por tanto expuesta al conflicto, al malentendido, al error, al avasallamiento y a la hosquedad, al naufragio. Por eso es el lugar central de la vida, con su bien y su mal; el lugar de la pasión más fuerte, a veces devastadora –por la compañera o el compañero de nuestros días, por los hijos– y que nos cala sin miramientos. Recorrer el mundo también significa descansar de la intensidad doméstica, apaciguarse en placenteras pausas de holganza, abandonarse pasivamente —inmoralmente, según Weininger— al fluir de las cosas”. Claudio Magris, El infinito viajar.

Un viajero sensible e inteligente es una especie de amalgama entre arte y ciencia, que juega permanentemente al ensayo-error. Entiende que nada es muy válido por mucho tiempo, como recordándonos la provisionalidad y la duda frente a la certeza. Es por eso que los viajes nos liberan de alguna manera de la tendencia maniquea a clasificar casi todo en bueno o malo, falso o verdadero, debido o indebido. Somos aprendices permanentes de viajero. A la maestría no se debe aspirar, porque se perdería toda la magia y la seducción del viaje. El viajar nos recuerda la encantadora plasticidad de la filosofía porque el entendimiento se ensancha y, aunque no acepte todo, se comprende en su justa dimensión y es allí donde la multiplicidad y mestizaje maravilloso de culturas, mentalidades, razas, religiones, prácticas sociales, se respetan y alcanzan a admirarse desde el acercamiento a sus contextos específicos.

No todo se vale, pero casi todo cabe. Va emergiendo una especie de circularidad comprensiva al confirmar que lo que es falso o indebido en un contexto, es válido y consecuente en otro dominio de realidad. Termina uno filosofando de manera casi natural.

Y continúa el prólogo de El infinito viajar: “El viajero es un anarquista conservador; un conservador que descubre el caos del mundo, porque para conmensurarlo usa un metro que desvela su fragilidad, su provisionalidad, su ambigüedad y su miseria”.

Parafraseando a Hipólito Taine, al viajar se trata más bien de cambiar de ideas y no solo de lugar. Se nos vuelve un motor de creación para enfrentar a la obviedad y a la comodidad con la deliciosa libre asociación que se nos permite en el encuentro y el desencuentro con nosotros y con los otros. El viaje, entendido en cualquiera de sus formas, onírica o asustadoramente real, nos lleva al límite de nuestro humano entendimiento y es por eso que nos hace mejores de alguna manera. Al viajar crecemos en la distinción entre el entender y el comprender, el ver y el mirar, el pensar y el reflexionar, el oír y el escuchar, el aprender y el aprehender, el desear y el actuar, el decir y el hacer.

Es hermoso constatar cómo se nos amplía la visión del mundo. Ciudades y países hasta ayer desconocidos empiezan a tener la cara de personas concretas y, como ya estuvimos allí, atendemos y nos interesamos con más cuidado, alegría o dolor en las noticias que nos llegan.

Viajamos juntos, pero en ningún caso tenemos el mismo viaje. Los aprendizajes son completamente personalizados. Lo fascinante para unos puede ser precisamente lo horrible y de ingrata recordación para otros. Lo único mostrable, como en el caso de la ciencia, es la investigación en curso que, en este caso, es la experiencia particular del viaje.

Comprendemos entonces con Fernando González que: “Cada ciencia que se posea es una ventana más para contemplar el mundo. Así, el viajero que sea botánico, gozará de la vegetación. El hombre de ideas generales, como nosotros, goza de todos los aspectos, pero con la desventaja de la disminución de cada uno de ellos. El ignorante se aburre en los caminos; solo percibe las sensaciones de cansancio y de distancia. Es como un fardo. Su alma está encerrada en la carne. Los ojos le sirven solo para ver la comida, el obstáculo y la hembra; el oído para oír ruidos, y el tacto, olfato y gusto, para los fines primordiales. Sirve para ilustrar esta idea el considerar el yo como un prisionero en casa cerrada y que, mediante labor, fuera abriendo miradores y salidas al mundo”. Viaje a pie.

En la Mezquita Verde, Bursa, Turquía.
En la Mezquita Verde, Bursa, Turquía.

Cuando no se tiene a disposición lo propio es más fácil ensayar lo desconocido. Si vamos completamente armados para cualquier adversidad, una cosa es segura: no pasará casi nada. Entonces, el riesgo, el asombro y la capacidad de admiración se imponen como equipaje. Pocos lo dirán con tanta belleza como Claudio Magris: “No por azar el viaje es ante todo un regreso y nos enseña a habitar más libre y poéticamente nuestra propia casa”.

Viajamos por motivos diversos: curiosidad, aventura, cultura general, ampliación de nuestros límites. Pero también viajamos para reforzar nuestra capacidad conciliadora, para enriquecernos de los otros, para tomar buenas lecciones de tolerancia y respeto por la diferencia, para aprender que no somos el ombligo del mundo, para reconfirmar con Heráclito que lo contrario de una verdad puede ser otra verdad. Entonces, y a pesar de que suene un tanto extraño, viajamos para llenarnos de humanidad, para intentar ser mejores seres humanos. Creemos abandonar un poco a los nuestros, pero en lo que estamos es en un curso intensivo para regresar más lúcidos e inteligentes en la relación cotidiana. Todos y cada uno de nuestros viajes “nos quedan puestos”, porque nunca seremos los mismos después de cada una de esas emocionantes y fuertes experiencias.

Y vuelve Magris a nosotros para decir: “Viajar enseña el desarraigo, sentirse siempre extranjeros en la vida, incluso en casa, pero sentirse extranjero entre extranjeros acaso sea la única manera de ser verdaderamente hermanos. Por eso la meta del viaje son los hombres; no se ve a España o a Alemania sino entre los españoles, o entre los alemanes. ‘Lea literatura de viajes’ le decía a un teólogo Kant, que tampoco quería moverse de Königsberg”.

Y sigue El infinito viajar dándonos buenas luces y lecciones, al agregar Claudio Magris: “Utopía y desencanto. Muchas cosas se vienen abajo, cuando se viaja: certidumbres, valores, sentimientos, expectativas que se van perdiendo por el camino –el camino es un maestro duro, pero también bueno. Otras cosas, otros valores y sentimientos se hallan, se encuentran, se recogen en él. Al igual que viajar, escribir significa desmontar, reajustar, volver a combinar; se viaja en la realidad como en un teatro, desplazando los bastidores, abriendo nuevos paisajes, perdiéndose en callejones y deteniéndose delante de falsas puertas dibujadas en la pared.

Inagotable viajar

Dice Kapuscinski que solo se capturan fragmentos, ante la imposibilidad de entender totalidades. En mi caso particular mantengo como marcas de vida fugaces momentos, recuerdos, sabores, colores o impresiones, recogidos en los viajes, bien cerca o muy lejos. Esos preciados pedacitos me constituyen, le dan forma a mi existencia y determinan mi sentir, pensar, decir y actuar, para confirmar que el viajar es inagotable en su sabiduría. Pasa con los lugares lo mismo que con las personas: comunican con fuerza porque nos despiertan recuerdos, sentimientos, emociones, olores, texturas, sensaciones, miedos, alegrías, epifanías. Y pasa igual que con los libros: cuando los revisitamos los encontramos siempre nuevos, interesantes, sugerentes, provocadores, como la mejor de las demostraciones de que quienes cambiamos somos nosotros, para ampliarnos, para comprendernos, para recrearnos.

Incontables momentos y lugares sublimes e inefables; aquí van unos pocos de los míos a manera de provocación.

La biblioteca de Celso en Éfeso

Los arqueólogos holandeses prefirieron levantar los muros de la Biblioteca de Celso, contrariando a otras escuelas que consideran mucho más profesional y serio dejar las construcciones caídas sobre el piso, como las encontraron. Es por eso que me emociona tanto este lugar y me es difícil sentir lo mismo ante los restos de Olimpia en Grecia. Cuentan los guías de la Biblioteca de Celso que los ciudadanos entraban a la Biblioteca y se quedaban allí hasta una semana y la razón de tal aguante de estudio y reflexión se entiende perfectamente cuando se aclara que la biblioteca y el prostíbulo se comunicaban a través de corredores internos. La sonrisa pícara aflora en las caras de los viajeros.

El llamado a la oración del Islam

En pueblos muy cercanos geográficamente y sagrados para varias religiones, razas y culturas, como es el caso de Egipto, Jordania, Israel, Palestina, Líbano o Turquía, es fascinante vivir, aunque sea por poco tiempo, la musicalidad y espiritualidad de las cinco llamadas diarias a la oración desde las mezquitas musulmanas: la primera, una hora y media antes de que salga el sol, la segunda cuando el sol está en su zenit, la tercera entre el zenit y el ocaso del sol, cuando la sombra dobla el tamaño del objeto, la cuarta después de la puesta del sol, y la quinta con la aparición de las primeras estrellas, entre una y dos horas después de la anterior. Esa rutina se va tornando en una especie de mantra meditativo para disparar nuestra conciencia adormilada y repetir con Gandhi: Dios no tiene religión. No importa mucho si el llamado es desde la extraordinaria Mezquita de Alabastro, de la antigua Mezquita de El Azhar (ambas en El Cairo) o de una humilde, en cualquier poblado campesino de Luxor (antigua Tebas), o de las afueras de Alejandría. Despiertan todas el mismo sentimiento de meditación y respeto y se vuelven una hermosa invitación a la paz y la reconciliación entre todos los pueblos. Uno confía en que, a la manera del aleteo de la mariposa, su efecto benéfico se perciba y favorezca al planeta entero. Imposible no emocionarse con el hecho de que su fin de semana sea bien largo para juntar el viernes sagrado de los musulmanes, con el sábado de los judíos y el domingo de los católicos.

Ghats de cremación junto al Ganges, Varanasi, India.
Ghats de cremación junto al Ganges, Varanasi, India.

Los gaths de cremación en Varanasi

Las mortajas para los cuerpos humanos son una fiesta, porque las telas son las más coloridas de todo el ambiente, rojas, naranjas y amarillas, generalmente.

Es definitivamente conmovedor, y nos obliga a la reverencia y al silencio respetuoso, acompañar al hijo mayor del difunto, siempre de pie cerca al sacerdote que iniciará el encendido de la pira. Él rasurará completamente su cabeza como manifestación de luto y emprenderá una larga caminata. Para asegurarse de que la ceremonia transcurra en silencio, las mujeres no asisten a los gaths de cremación porque su llanto estorba. Es tranquilizante que a las 5:00 de la mañana, en pleno y bello amanecer en el Ganges, el olor no nos recuerde para nada que es un cuerpo humano el que se está incinerando, porque prevalece el aroma de la madera elegida: teca, mango o sándalo, según el presupuesto familiar.

Entonces uno siente en cuerpo y alma que el río es su templo sagrado y que cada uno de ellos tiene allí su personal e íntimo encuentro directo con la divinidad. Imposible dejar de preguntarse ante semejante manifestación de fe, cómo quiere uno ser recordado. La imagen de un pequeño perro callejero intentando conseguir algo de alimento en un hueso humano me acompañará el resto de la existencia, para jamás olvidar que la muerte es el mejor de los ejercicios democráticos, porque nos empareja, nos iguala con contundencia. “En el viaje, desconocidos entre gente desconocida, aprendemos en sentido fuerte a no ser Nadie. Y precisamente, en un lugar querido que se ha trocado casi físicamente en una parte o una prolongación de la propia persona, esto permite decir, haciendo eco a don Quijote: aquí yo sé quién soy”. Claudio Magris, El infinito viajar.

El lago Nasser en Egipto

Estar allí en la noche, en medio de la nada, con la más rotunda de las compañías, la leche derramada de la Vía Láctea, para poder decantar despacio, muy despacio, que toda esta plenitud del Antiguo Egipto llega en el momento preciso y oportuno para ayudarnos a entender lo que pasa hoy entre nosotros. Es el momento perfecto para el disfrute total de la música, de la buena música, y recordar que por algo Osiris la usaba como “civilizadora del mundo”.

Los árboles de Siri Lanka

Dan ganas de arrodillarse como manifestación de adoración y respeto ante los majestuosos e imponentes árboles del sur de la India y Sri Lanka, y es imposible vencer la tentación de abrazarlos. A su lado cualquiera se siente inmensamente pequeño; parecen haber estado allí toda la vida. Su tamaño físico parece corresponderse de manera maravillosa con su valor. Por algo los biólogos los llaman “individuos”. Su presencia imponente, apacible, contundente, parece hablarnos de sabiduría, silencio comprensivo, dignidad, respeto, entendimiento, servicio. Son como nuestros abuelos, mantienen el equilibrio, sostienen la tradición y los valores, tienen el poder supremo del entendimiento. ¿Cómo no admirarlos, cuidarlos, respetarlos? Uno en especial llama mi atención: el llamado “árbol de lluvia”. Es en sí mismo todo un micro clima. Su sombra es generosa, las hojas se juntan como una familia para permitir recoger el agua y luego, cuando hace calor se abren y dejan caer una lluvia fina. Su tronco es fuerte, acogedor, las ramas ofrecen comida deliciosa para los elefantes. Se le conoce también como el árbol de la familia.

El subrevuelo de los Himalayas

Dan ganas de quedarse, asusta, pero la experiencia se arrima tanto a lo místico que uno siente deseos de que lo dejen allí, que es un buen lugar para morirse, aunque se adore la hermosa vida. Es una verdadera aparición porque, de pronto, cuando ya parece que nada podrá verse por el exceso de nubosidad, todo lo que cabe en la mirada, desde lo más cercano hasta el infinito, se llena de esbeltas y majestuosas montañas nevadas: grandes, pequeñas, medianas, picudas, cuadradas. Es una potente sinfonía visual. Irremediablemente las lágrimas afloran sin dificultad, a borbotones, por un rato largo, lento, silencioso, de casi veneración. Se constata allí en forma contundente nuestra infinita y grandiosa pequeñez. El digno, severo y casi mítico Everest emerge del ya remoto libro de Geografía del colegio a la pura y más vívida de las realidades. Se baja a tierra como tocado por Dios, sin muchas ganas de hablar para conservar por un rato más ese calorcito abrasador de la emoción plena y sincera.

Las tumbas en Deir Medina

Otro hermoso privilegio es detenerse silencioso, extasiado, en explosión de emoción larga, grata, ante las pequeñas y exquisitas tumbas en Deir El Medina. Son las ruinas más importantes que se conservan de una ciudad egipcia, en este caso la de los constructores de tumbas. El cuidador me mira insistentemente, entre confundido y emocionado porque mis lágrimas no dejan de brotar incesantes sin que yo haga ningún esfuerzo por contenerlas. Aquí el artesano se coloca digna y respetuosamente en un alto nivel para acceder a la eternidad, igual que el faraón.

Otraparte y Casablanca en envigado

Ver correr desde la lejana infancia a Fernando González, entre iracundo y muerto de la risa porque yo le estaba robando sus preciados mangos con los que él aseguraba estar conectado a través de las raíces que corrían por la tierra de Otraparte. Huir de él en la cicla para alcanzar a llegar a la puerta garaje de Débora Arango en Casablanca para entrar y permanecer por horas y muchas veces observando su trabajo simultáneo en varios bastidores, en un lugar que ella llamaba su capilla. Enorme mentira fuera afirmar hoy que era consciente entonces de semejante regalo de vida: tener a ese par ahí cerquita de mi cotidianidad.

El Morro El Salvador de Jericó

De niña esperaba ansiosa y muy emocionada a que llegaran las vacaciones de julio para salir corriendo a las casas y fincas de los parientes en suroeste. Quedarse cerca de dos meses “finquiando” y solo subir a Jericó a caballo a comprar mecato y pasar por la emisora a mandar complacencias a los primos, es una experiencia que no tiene precio. Quedarse en el pueblo todas las vacaciones también era un encanto por dos motivos primordiales: ver bailar a los campesinos en los bares de la Calle del Chorizo, en las mañanas domingueras y, lo más mágico de todo, permanecer muchas horas cada día en el Morro El Salvador, en auténticas y larguísimas competencias de cometas, mientras los hombres del pueblo hacían fila en el matadero para tomar sangre caliente de toro, por razones que yo no alcanzaba a comprender entonces, por supuesto. Los años maravillosos, diría cualquiera, aunque suene a cliché.

... Y claro que las imágenes siguen llegando: Cualquier hora del día en el cañón del Cauca, los poemas escritos con agua sobre el asfalto en China, las piscinas naturales del Tayrona, una sopa de cogollos de bambú en Vietnam, la carcajada de Héctor Abad Gómez, los templos de Agrigento, un primer trago de ron con Manuel Mejía Vallejo en El Jordán, el olor a cielo de la grama recién cortada, los pies de un recién nacido, los cafetales del Quindío, la sonrisa pícara contenida en los templos de Kajuraho, los silleteros de Santa Helena, la salida a la ventana de la diosa niña en Katmandú, el olor de una molienda en Tarso, el “encapillarse” en la catedral de Salamanca como preparación a la defensa doctoral, un pedacito del camino de Santiago en Santander, los ojos de los bronces de Riace, el olor a mango de San Jerónimo, Metora y Acrotiri en Grecia, la biblioteca de la Universidad de Coímbra en Portugal, los piñones de Támesis, los amorosos de Sabines, las 5:00 de la tarde en el desierto de Thar en Jaisalmer...

Lo primordial en este momento es invitar al lector para que construya su propio mapa de emociones, lugares, sensaciones y así constate conmigo lo hermosamente dicho por Jorge Luis Borges en el epílogo de El Hacedor:

“Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años, puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.

Revista Generación

Revista cultural con 82 años de historia. Léala el primer domingo de cada mes. Vísitela en www.elcolombiano.com.co/generacion y en el Instagram revista_generacion

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