San Rafael se llama así en honor al arcángel que lleva su nombre. Rafael significa “medicina de Dios” y su figura asociada con la sanación aparece en el judaísmo, el cristianismo y el islam. Ese pueblo del Oriente antioqueño, a tres horas en carro desde Medellín, encerrado como una isla entre montañas muy verdes y agua dulce y cristalina, se ha convertido en los años recientes en el destino de muchachos y muchachas de todo el mundo que buscan algún alivio.
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Un martes de febrero, en el parque principal del pueblo, por donde hasta hace 30 años se paseaban guerrilleros y paramilitares secuestrando y asesinando gente cuando les parecía que era buena hora, el sol sale al mediodía, después de una lluvia que empezó en la noche anterior y se mantuvo durante toda la mañana, como si fuera un segundo amanecer entre una nubes ya desteñidas.
La modesta iglesia, pintada de mostaza y blanco, está abierta pero vacía y en las cafeterías hay música de plancha sonando muy suave. Los hombres del campo están sentados en medio de la plaza. Visten sombreros y camisas manga corta de botones desabrochados. Van por ahí pasando el tiempo, desprevenidos, enseñando el pecho redondo, peludo y canoso. También, la sonrisa sin dientes. En San Rafael, más del 80% de la gente es víctima del conflicto armado.
Por las calles aledañas, aparece de pronto lo que en todo América Latina llamamos gringo: un hombre alto, barbado y delgado que viste sandalias, bermudas y alguna camiseta desteñida. Vienen o van de alguno de los ríos o hasta alguno de los mercados. Es probable que estén ahí solo pasando el día en algún paquete turístico de caminata por las montañas o navegación por el río o puede, también, que lleve ahí en el pueblo dos, tres, seis meses o un año durmiendo en alguno de las decenas de centros de meditación, yoga y retiros espirituales que se han propagado.
Quizás el más famoso, el más bello, el más grande sea el Vanadurga ashram. Ashram, dice Wikipedia, es un lugar de meditación y enseñanza hinduísta en el que los alumnos conviven bajo el mismo techo de sus maestros. Vanadurga, dice en su página web, significa “la madre espiritual que protege la selva”.
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El lugar queda en medio de una montaña, a unos 20 minutos en carro desde el casco urbano, después de subir por un camino de rieles y curvas. Subiendo, a la derecha, hay un letrero con el nombre del templo: algo pequeño, letras coloridas e infantiles, como de cartelera de colegio, sobre un pedazo de madera. Solo se puede entrar caminando. Luego me enteré de que la fundadora del lugar está en una cruzada para que en la zona no se hagan más carreteras ni obras que puedan cambiar el cauce del río.
Que esté a orillas de un camino pavimentado no quiere decir que no esté en medio de la selva. El lugar tiene 79 hectáreas, de las cuales solo dos están construidas. Es una gran finca conectada por pasillos de madera por donde las personas andan descalzas o por jardines de flores coloridas. Una recepción, cocina, comedor y 23 cabañas para medio centenar de personas. También hay templos: grandes salones de ventanales amplísimos y suelo de madera, con olor a incienso y pequeños altares a figuras con todas las rarezas, donde las personas se doblan como plastilina y se ocupan solamente por mantener la respiración.
El río suena sin interrupciones, como un ruido blanco de fondo sin inicio ni final. Luego, cuando escucho las entrevistas en el celular, descubro que las aves también interrumpen todo el tiempo. Es una selva fresca: llueve con frecuencia y son pocos los rayos del sol que logran meterse entre tanta rama y hoja. Las habitaciones son de monasterio: todo es blanco y prolijo. Las camas de madera de solo un metro, una almohada, una cobija y una mesa de noche. Sin televisor, aire acondicionado ni agua caliente, pero tan cómodas que no escuché la campana con la que, a las 5:30 de la mañana, empiezan religiosamente sus jornadas.
A las 6:00 empieza en alguno de los templos el primer satsang del día. Satsang, una palabra en sánscrito que traduce algo así como “la compañía de la verdad o la sabiduría”. Y es el momento de la teoría: el maestro o el líder del grupo comparte algún aprendizaje o alguna reflexión espiritual o filosófica. En Vanadurga las reflexiones son frecuentemente sobre la ecología védica, “una cultura sabia ancestral que surge de seres conectados con la fuente de la creación”, se lee en la página web del ashram. Hablan ahí de los ancestros, de las culturas indígenas y su conexión con la naturaleza. Desde la cama escuché, eso sí, algunos tambores y guitarras. Supe después que el tema de esa reunión había sido el Shirivatri, la gran fiesta en honor al dios Shiva, como la navidad para los cristianos, que iban a celebrar esa noche en la que no dormirían ni comerían, pero sí cantarían y bailarían para celebrar y ofrecer alimentos que solo probarían al amanecer.
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En la segunda sesión de Santsang diaria, la de las 7:30 de la noche, me di cuenta de que improvisaban cantos sobre cualquier cosa: la lluvia, el río, que eran los temas más frecuentes, pero ante la ausencia de ideas no había problema en ponerse a pronunciar las vocales en orden y bien entonadas. Aunque se lo parece mucho, no es un templo hinduísta, sí de yoga. A pesar de las reglas de convivencia que son estrictas, la flexibilidad del cuerpo pasa también por las creencias. Hay regados en las paredes y los altares tanto vírgenes y salmos como budas y mantras.
También hay una huerta, que cuida Uber, un hombre de ojos verdes, nacido en la vereda, que ha sembrado los jardines y está ahí desde el 2016, cuando empezó la construcción del santuario. Uber tiene los brazos de alguien que ha levantado muchos costales durante muchos años. Lleva una camándula y una pulsera con un crucifijo. También un machete. Durante los dos años que duró la construcción de Vanadurga, cargó los materiales desde la carretera hasta la mitad de la selva, luego aprendió carpintería y después jardinería. A las 10:00 de la mañana, cuando todos desayunan, él ya está más cerca del almuerzo.
De lunes a viernes en el lugar hay entre 30 y 40 personas, muchachos jóvenes, de más de 20 y menos de 40, de Medellín y Bogotá. También algunos costeños y un par de extranjeros. Hay un francés de brazos y piernas largas y delgadas, barba y pelo largo que tiene un dedo de la mano negro y endeble, como la ceniza de un cigarrillo antes de caer al cenicero. Se lo cortó en estos días mientras partía una yuca. También hay una mexicana, bajita, de pelo negro y corto que trabaja en Barcelona con grandes empresas y se bajó del avión directo a San Rafael y así mismo se va a regresar para proponerle a sus clientes que hagan clases de yoga con los empleados y cuiden más la naturaleza y lo que comen.
Son todos voluntarios. Karma yoguis es el tecnicismo adecuado. El karma yoga es una de las cuatro prácticas principales del yoga y consiste en actuar desinteresadamente por el bienestar de la comunidad. Llenan un formulario por internet con promesas de cambiar el mundo, como haría cualquiera que quiere ganarse una beca o un pase VIP en medio de la selva, y si son aceptados entran al voluntariado por un periodo de tres meses que pueden extender hasta por dos años. Pueden trabajar voluntariamente en la recepción, en el área de mercadeo o redes sociales, en la cocina, en el jardín o cuidando alguno de los cuatro perros grandes y negros que se la pasan acostados patas arriba o caminando despacio, como presumiendo que están ya en otro estado superior.
Tienen clases de yoga dos veces al día: a las 8:00 de la mañana y a las 4:00 de la tarde, y también son dos los momentos de comida: el desayuno a las 10:00 y la cena a las 6:00 de la tarde. Ayunan por 16 horas todos los días y no cocinan nada de origen animal, salvo por un par de huevos que alguno frita evitando hacer mucho ruido. El restaurante es un buffet colorido como un cuaderno de primaria, y las porciones son abundantes. Se sirve en platos y vasos de aluminio que luego cada uno lava con cuidado japonés, no por la vajilla, sino como si el agua se fuera a extinguir la próxima semana.
Levantarse, ir a clase, meditar, hacer el desayuno, desayunar, lavar los platos, meterse al río cristalino, contemplar las flores, tirarse al pasto, ver llover, meditar, preparar la cena, cenar, lavar los platos, ir a clase, dormir antes de las 10 y, sobre todo, no olvidarse de respirar de manera consciente, concentrándose en cada inhalación (om) y en cada exhalación (am) como un francotirador. Así, sin pagar nada, por tres meses, o el tiempo que sea necesario para encontrar la medicina de dios, de los dioses, en San Rafael.
Pero no solo de voluntarios vive el hombre. Los fines de semana hay retiros espirituales para el resto de los mortales: yoga y chakras, inmersión profunda, yoga prenatal, pensamiento positivo y sabiduría ancestral, son algunos de los que hay programados para este mes. También hay planes vacacionales para los niños que gozan como Tarzán y programas de profesorado en yoga que duran 21 días. Todos con precios de siete cifras.
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Cristina Mejía es la fundadora y dueña del lugar, y también una maestra para buena parte de los voluntarios y trabajadores. Hija de una familia de empresarios, cuando a su padre le preguntaban a qué se dedicaba Cristina él respondía que a las vacaciones, más con un aire de orgullo y gozo que de reclamo.
Con todas las posibilidades a su antojo, estudió primero Filosofía y letras, después Administración de empresas, e hizo un curso de cosmetología. Nada de eso terminó. Había decidido dedicarse a la vida buena, a los placeres, a las vacaciones ilimitadas. A buscar la mejor de las playas y a poner un spa. Pero es de público conocimiento que el goce de las vacaciones, de los libros, de las canciones, del amor, o cualquier cosa que sea motivo de alegría, está en que tiene un fin. Es la escasez de la plenitud, como de cualquier otro bien, lo que la hace valiosa.
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Cristina se dio cuenta de eso, o de algo parecido, hace unos 20 años en Alemania, de donde era el banquero con el que se había casado y en donde se inscribió a su primera clase de yoga con la intención de aprender un poco de alemán sin necesidad de graduarse de nada. Tuvo la primera revelación: quería conocer tanto del yoga como pudiera y lo podía casi todo. Hizo el profesorado, viajó a la India y a un ashram en las Bahamas donde, como su maestro le enseñó, aprendió a adorar a Sivananda, uno de los padres y grandes maestros del yoga en el mundo que, en su tiempo (principios del siglo XX), construyó un ashram con su nombre a orillas del río Ganjes, en la India.
El yoga, dice Cristina, es su medicina diaria, la mejor medicina del mundo, una ciencia que quita las impurezas de la mente para conectar con el ser, pero que solo tiene sentido si se comparte con los demás. “Nunca vas a tener una experiencia espiritual, nunca vas a saber que es conectar si no estás haciendo un servicio a la humanidad”, dice por teléfono.
Entonces regresó hace 20 años y en Medellín creó Atman Yoga, una fundación donde daban clases y hacían retiros espirituales con éxito frecuente. De allí que quisiera expandirse y buscar un lugar paradisiaco. Nunca había oído el nombre de San Rafael. De su vecino San Carlos algo había escuchado porque tuvo una niñera que había nacido allí. Fue un amigo el que la llevó y, como en la primera clase de yoga, tuvo una nueva epifanía. No se equivocó: es tanta la belleza del lugar que provoca pasarse el día y la noche de rodillas dando gracias por estar ahí, voluntarios de todo el mundo quieren ir a cocinar, abogados, empresarios, ingenieros, políticos quieren retirarse y pasar los fines de semana y llevar a sus hijos a pasar las vacaciones. Tienen tantos seguidores en redes sociales como una modelo y han creado una comunidad que, a pesar de las críticas que pueda tener, no le hacen daño a nada.