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Pipe, el niño que se hizo famoso vendiendo empanadas a punta de piropos en Antioquia

Felipe García tiene 13 años y está en quinto de primaria. Vive en Granada (Oriente antioqueño), donde ofrece empanadas, palitos de queso y panzerotis, para ayudarle a su abuela.

  • Pipe, como es conocido el niño, ayuda a su abuela Oliva en la venta de empanadas, pero no por eso descuida su estudio. FOTO Julio César Herrera
    Pipe, como es conocido el niño, ayuda a su abuela Oliva en la venta de empanadas, pero no por eso descuida su estudio. FOTO Julio César Herrera
  • Pipe, el niño que se hizo famoso vendiendo empanadas a punta de piropos en Antioquia
hace 8 horas
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En un pueblo donde si algo abunda es el talento natural para el comercio, a sus 13 años Pipe ya tiene una estrategia que le permite ser el mejor vendedor de empanadas: consiste en echarle flores a la gente a la vez que hace musarañas con los ojos. De paso, esto lo ha convertido en un niño famoso en las redes sociales.

Su nombre completo es Felipe García Giraldo y hasta que EL COLOMBIANO habló con él, en las vísperas de la Semana Santa, registraba 30.800 seguidores en TikTok, 1.705 en Instagram y 17 en YouTube, una cantidad nada despreciable tratándose de una persona particular, más si es un niño y todavía más si es, como él, habitante de un pueblo.

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Está en quinto de primaria y vive en Granada, en el Oriente antioqueño, en una casa de segundo piso, cerca del cementerio, que dista mucho de las mansiones que exhiben las celebridades. La vivienda está hecha en adobes sin revocar ni estucar, pintados de un azul chillón que se nota fue logrado a punta de vinilo y no de pintura. A falta de patio interno, la familia tiende la ropa en el mirador para que se seque aprovechando las mañanas soleadas de un pueblo lluvioso.

La vida de este preadolescente era tan poco emocionante como la de cualquier niño pueblerino que además trabaja, hasta un domingo de agosto pasado en que se montó a un bus y le ofreció sus empanadas a una pareja de pasajeros que viajaban hacia Medellín. Se dirigió a la mujer y le dijo con histrionismo natural y su acento paisa remachado: “M’amor hermosa, ¿me va a comprar una empanadita?”. Las risotadas dieron paso a la petición de que le echara otra “flor” para comprarle más; esto lo grabaron, lo montaron a las redes sociales y de ahí en adelante el reconocimiento hacia él se fue extendiendo porque luego toda la que lo veía quería subir su propio video del joven.

Así es como ha logrado acumular la fanaticada actual, de la cual ha sacado algún beneficio porque resultaron benefactores que lo han dotado de mucha ropa, útiles escolares, una cama y un televisor para que vea los programas que a él le gustan.

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Pero quizás lo más importante es que con la imagen del adolescente se ha potenciado el negocio de los fritos en el pequeño puesto de su abuela Oliva, ubicado en una de las esquinas del parque principal, junto a un kiosco metálico de gaseosas color azul.

Con toda esta exposición mediática, les aumentaron el tamaño a las empanadas, pero también les duplicaron el precio, de mil a dos mil pesos y las unidades vendidas también se han multiplicado por lo menos por dos.

Felipe cumple con su jornada de estudio de lunes a viernes entre las siete de la mañana y la una de la tarde, llega a la casa, almuerza y después hace a pie la abuela el recorrido de unos 15 minutos desde la residencia hasta el lugar de trabajo.

Ambos abren simbólicamente el local que de hecho no permanece cerrado porque está en plena acera, disponiendo los dos únicos componentes del mobiliario. Dentro de una vitrina envejecida hay chocolatinas, galletas y otras pocas golosinas dispuestas para la venta. El otro elemento es una estufa donde ella frita los palitos de queso y los panzerotis que ya trae listos, lo mismo que las empanadas que arma allá mismo.

La estufa está cubierta por los lados de un telón grande con la foto estampada de Felipe risueño y bien motilado. La imagen la acompaña una lisonja estandarizada en letras que se notan a la distancia –“Mona hermosa, cómpreme la empanada”- y dos números de teléfonos móviles para que quien quiera haga sus pedidos a domicilio. Según Oliva, ese fue otro obsequio que le dio un señor de San Carlos, el pueblo vecino.

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Con movimientos ágiles aprendidos de memoria de tanto repetirlos día tras día, ella ensambla el cilindro de gas, abre la manija que da paso al combustible y echa el aceite en el sartén. Después, toma la masa adobada que trae de la casa en una bolsa y va armando las arepas, pone encima el guiso, dobla y sella. Todo sucede en un santiamén. Después solo resta que el aceite hirviendo cumpla con lo suyo.

Mientras tanto, Pipe aguarda paciente porque si lo de Oliva es fritar, la tarea de él es conseguir los clientes echándoles flores a quienes lanza diversas frases que ya tiene prefabricadas.

Las frases son como una matriz que él va acondicionando dependiendo de si la persona es rubia, pelirroja o morena; si tiene los ojos azules, verdes u oscuros. “Si los ángeles son del cielo, usté por qué está acá en la tierra”. Y cuando los lanza, siempre los acompaña de una expresión inocente.

Asegura que nadie se las enseñó sino que le fueron saliendo, y su abuela corrobora que ese espíritu espontáneo que tiene a su corta edad es natural.

Tan pronto todo está bien puesto en un recipiente plástico, el jovencito empieza a ofrecer los productos en el puesto y en la calle aledaña, pero tan pronto se parquea un bus de los que cubren las rutas hacia Medellín o los pueblos vecinos del Oriente, lo aborda y hace lo propio entre las pasajeras, con su toque especial.

Oliva apunta que otra ventaja de la fama es que los conductores ya lo conocen también y le tienen cariño, por lo que no le impiden que se suba a los vehículos. Ella siempre está vigilante de que nada le pase.

Pipe, el niño que se hizo famoso vendiendo empanadas a punta de piropos en Antioquia

—¿Qué querés ser cuando seas grande? –le pregunto a Felipe.

—Comerciante papito, ah, es que yo soy granadino –es su respuesta instantánea.

Sin duda, el chico es inteligente, asegura que sus notas son de 10/10. Además, dice que trabaja porque lo disfruta y para ayudar a la abuela.

Su papá falleció de un infarto a los 30 años, cuando el niño tenía tres años. Ya vivía con ella porque la mamá no pudo o no quiso quedarse con él.

Ya para entonces Oliva se dedicaba al rebusque, pues en 1998 en el corregimiento El Jordán de San Carlos desaparecieron a su esposo y a ella le tocó desplazarse con sus retoños todavía pequeños o adolescentes. La casa que habita fue comprada justamente con la reparación que le hizo el Gobierno por ser víctima del conflicto.

En el último año empezó a hacer rifas y el niño era el que ofrecía las boletas caminando por el pueblo en tanto que ella se ocupaba de la venta de comestibles, hasta que la comisaría de familia se lo quitó durante una semana por considerar que estaba incurriendo en explotación de menores de edad. Ella, sin embargo, recalca que él le ayuda por voluntad propia y que es gracias a eso que puede asegurar el sostenimiento de ambos porque todos sus hijos vivos tienen obligación.

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