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La rumba, que acá acuñamos como una palabra genérica para referirnos a cualquier fiesta, tiene raíces africanas y en Cuba es considerada la madre de muchos ritmos y bailes latinos. La última vez que estuve en una fue el 29 de febrero, quince días antes de que se decretara el aislamiento, y casualmente fue en Chorro’s Bar, el mismo local al que ingresé el pasado jueves, pero esta vez a comprar legumbres.
Confieso que me dio tristeza: ver las mesas con yucas, papas y cebolla en lugar de ron, aguardiente, vasos con cerveza y crispetas. Fue impactante.
Hasta ese 29 y de pronto dos semanas después, Chorro’s era tal vez la mejor discoteca del Bulevar de La 68, en la zona rosa de Castilla. Algo extraño, porque no es la de mejor estética en la construcción, es estrecha en los espacios y hasta carece de la decoración imaginada para una disco.
Sin embargo, es un lugar que encanta, pues no hay sábado en el que pasadas las 12:00 de la noche ya no le quepa un alma. Nacido y criado en Castilla, de donde nunca quise irme a pesar de los consejos de mucha gente, que “porque no es lugar para criar los hijos por tanta violencia” o “porque usted ya es un periodista de EL COLOMBIANO y merece más”, La 68 ha sido mi lugar de rumba.
Allí he ido a cuanta discoteca montan y he visto desaparecer muchas, en cuyos locales hoy funcionan remates de Todo a $5.000 o se han vuelto barberías, peluquerías y cuando menos dramático es el cambio, restaurantes. Pero Chorro’s siempre estuvo allí, rústica, vieja y hasta mal pintada, en la esquina de la 68 con la 96.
“Siempre le han dicho Los Tangos, y así la conocen muchos de la vieja guardia, pero yo la tengo hace 18 años como Chorro’s”, me dice el dueño, Jesús Antonio Acevedo, parado en la acera junto a una mesa en la que hay dos canastas de huevos: una a $11.000 y la otra a $12.000. Al fondo, se ven papas, tomates y cilantro. No huele al sudor excitante de los cuerpos bailando sino a mango dulce o cebolla y nadie está sentado en las mesas, como antes. No hay brindis ni suena la música.
En la actual crisis por la covid-19, las discotecas han pagado el más alto precio, pues fueron los primeros locales a los que les ordenaron el cierre. Las cifras indican que en Medellín se han cerrado cientos de locales. Solo en el Parque Lleras van cerca de 70 (ver Microhistoria). Y se trata de la que muchos consideran la mejor zona rosa de esta urbe de montañas tapizadas de casas.
Hay que decirlo: nada debe ser más triste para una ciudad que el silencio de las discotecas. Alberto, un obrero de la construcción barrial, de esos que trabajan toda la semana con la única ilusión de, al menos el sábado, tener con qué irse a tomar “los chorros” con los amigos en la licorera de la calle 91, me dice que “al final para qué plata si uno no puede ir a tomar guarito”.
Siento pena por él, por todos los obreros como él, por los estudiantes, los profesionales y las muchachas. Por todos a los que Netflix no les sustituye la alegría de bailar y beber en una disco.
Pero todas esas penas no se asoman siquiera a lo que me produce ver a Chorro’s convertido en legumbrería. Este lugar, sin nada de arquitectura, está tan ligado a mi vida como los pasillos del colegio, la universidad o la empresa. Allí, en mi juventud, bailé vallenatos con Luz Elena, la que fue mi esposa. Estuve con Yuri, con Yolima, con Maye y no sé cuántas más... Y todas pasaron ya, pero Chorro’s no.
La última fue Juli, la amiga entrañable que el 29 de febrero me llamó a las 10:30 y me hizo levantar de la cama, vestirme e irme a Chorro’s a tomarme los últimos tragos de este 2020, trágico y extraño.
“Véngase, deje la pereza que usted vive muy cansado y encerrado, acá estamos varios amigos y amigas, yo se las presento”, me dijo. Me sedujeron el sitio y ella. Llegué casi a las 12:00 y, como imaginaba, no cabía un alma más.
Pero a Jesús Antonio, con su experiencia de más de 30 años manejando discotecas, no le faltó imaginación para mover otras sillas y mesas alrededor hasta ubicar la mía. Después lo vi acomodar a muchas personas más que llegaban como yo, con mesa pero sin silla. A todos les abrió un espacio.
“Antes de trabajar acá estuve en muchas partes, pero terminé quedándome porque soy del sector, la gente me conoce, los conozco, estoy haciendo lo mío y en el territorio mío”, me dice Jesús Antonio y sus palabras me indican que no piensa quedarse de revueltero. Él necesita el sonido de las copas y los vasos, los coros de mujeres cantando a todo pulmón vallenatos y populares y la pista de baile llena.
Ese 29, precisamente, bailé mi última canción de merengue: “Qué lástima me da/aún corre por mis venas/la llama de pasión que me dejaste/pero tú eres ajenaaaa”. Lo hice con Lorena, una piel canela que sentí cinco metros más alta que yo, que conocí ese día y con la que de vez en cuando intercambio mensajes. También tarareé una canción de Diomedes que no recuerdo cuál, pero que lo hice por no pasar de aguafiestas en una mesa en la que todos cantaban a coro y a lo máximo que daban sus gargantas.
Al entrar el jueves a la “legumbrería Chorro’s” no pude evitar mirar el escenario: los bafles aún colgados en la parte alta de los muros, los reflectores apagados pendiendo del cielorraso y junto a la pared donde me recosté a bailar el último disco de reguetón, una montaña de papas, zanahorias y habichuelas.
Cuando le conté a Juli que la disco era revueltería, me respondió con un mensaje que al principio fue con risas, pero luego lleno de nostalgia: “Parce, desde junio del año pasado, prácticamente, he ido allá cada ocho días”.
Luego escribió que eso lo sentía como un “bajonazo”. Y contó porqué, teniendo cómo ir al Lleras, a la Setenta o a lugares más rimbombantes, prefiere Chorro’s.
“Me gusta porque es muy diferente a todas las discotecas del sector. Allá les ponen el último reguetón a los muchachos y las cumbias y los porros a los mayores. Es de mucha inclusión, hacen la hora loca con los clásicos. Aparte, el dueño, así no haya mesa, te cuadra donde sea; hay lugares con mejores espacios, más bonitos, pero ninguno tan único”.
Jesús Antonio añade más cosas: “los viernes siempre tenemos artistas de Yo me llamo invitados, cuando hay partidos ponemos pantalla gigante, tenemos viejoteca y a todos les damos gusto. Y el permiso es hasta las 4:00 a.m.”.
¿En qué momento y quién motivó a Jesús Antonio a cambiar el uso de su local? Todo se resume en dos cosas: él no podía dejarlo cerrado acumulando arriendo y deudas, “algo había qué hacer”, y a que apareció Cristian Gutiérrez, un muchacho de 24 años padre de dos gemelos y con experiencia en legumbres.
“Hace mucho vendo frutas y revuelto en un carro. Yo surtía a Jesús Antonio de mango, piña, naranja y limones para sus ensaladas y le propuse que montáramos esto”, me dice.
Como no había mucho tiempo de analizar, el discotequero le dijo sí al revueltero y ambos, por ahora, sienten que al menos pueden sobrevivir. Es lo mismo que siente por estos días Santiago Taborda Gallego, otro joven administrador de un billar con venta de licor ubicado en la carrera 65, a una cuadra de la calle San Juan, quien desesperado por lo mismo que Jesús Antonio, hace veinte días guardó mesas, tacos, tizas y bolas y llenó el local con bultos de concentrado para mascotas.
“El consejo me lo dio mi papá, Edward, que tiene visión para los negocios. Y acá vamos sin saber si lo dejaremos así del todo”.
Pero borrar el pasado no es sencillo. Y muchos clientes de Chorro’s tampoco lo quieren. Entre ellos me cuento: es que para comprar revuelto y frutas hay hasta plazas. Encontrar un lugar de rumba seductor al que uno no pueda resistir la tentación, es de lo más difícil.
Pedir un kilo de yuca y cinco libras de papa no suena tan poético como llamar al mesero y solicitarle una michelada (palabra hermosa, aunque la cerveza me gusta pura), media de ron para tomarlo con la novia o la garrafa de aguardiente para consumirla con los amigos hasta que se agote y haya que hacer vaca para la otra.
Ver pesar la cebolla de huevo o los tomates y echarlos en una bolsa no es tan enigmático como observar al bartender -como ya les dicen en lenguaje más fino a quienes atienden- preparar el coctel, sacudir la botella, llenar las copas y agregarles hielo. Todo es estilo.
Tampoco es lo mismo ser comensal que bebedor. Ni Dj que revueltero (ojo, no lo digo en forma peyorativa, respeto y admiro cada oficio). Uno no va con la novia a comprar cilantro ni entra en otra dimensión cuando se toma una sopa como sí pasa cuando lleva cinco whiskys encima.
Uno tampoco brinda chocando las zanahorias ni baila en la cocina con una canela de cinco metros de altura. Por eso, como Jesús Antonio dice que seguramente montará de nuevo la disco cuando pase la peste, conservo mi ilusión de volver allí pero no a comprar yucas, como el jueves.
Igual que Juli, quiero volver a la discoteca. No a la revueltería. Y le digo a ella: es que los recuerdos, querida, no abrazan, los abrazos hay que darlos en Chorro’s...