Considero positivo el saldo del encuentro entre la Comisión de la Verdad, presidida por el padre Francisco de Roux, y el expresidente Álvaro Uribe.
Le han caído al sacerdote ataques de varios lados. Los típicos de sectores que le consideran amigo del terrorismo; de los que le acusan de haber permitido que la Comisión se hubiera convertido en tribuna del proselitismo de Uribe. Otros que dicen que, ante el desconocimiento de legitimidad de la Comisión, de Roux debió haber suspendido la reunión. Cualquiera de estas posiciones llama a cerrar puertas, a rechazar el diálogo.
Roux y los dos comisionados, Lucía González y Leyner Palacios, abrieron espacios de reconciliación. La Comisión, un ente sin competencia judicial, hizo lo que le corresponde: escuchar. Su propósito es el del esclarecimiento de la verdad.
Por su parte, Uribe, con su agenda y en su terreno, tuvo el mérito de aceptar el encuentro. Poco importa la contradicción: reunirse con una comisión que considera ilegítima. Contó su verdad.
Cierto: no hubo ningún mea culpa ni compasión, particularmente frente a un hecho sin par en regímenes democráticos, los falsos positivos.
La Comisión se encontró con Álvaro Uribe, lo escuchó con humildad. Un hecho histórico