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Un asunto crucial que observará el país en los próximos meses, a partir del 7 de agosto, es el de la naturaleza y desenvolvimiento de las relaciones políticas e institucionales entre el Congreso de la República y el nuevo presidente y su Gobierno.
La estructura constitucional colombiana establece un régimen republicano de corte presidencialista, con división e independencia de poderes pero con la “colaboración armónica” entre las ramas del poder público. La independencia ha sido más bien relativa, tanto bajo la vigencia de la centenaria Constitución de 1886 como con la de 1991, que si bien dotó de mayores competencias y prerrogativas a los otros poderes, continuó con la tradición de concentrar en el Presidente no solo la triple condición de Jefe de Estado, jefe de Gobierno y suprema autoridad administrativa, sino erigirlo como “símbolo de la unidad nacional”.
Ha habido a lo largo de la historia colombiana una preponderancia del poder Ejecutivo sobre el Legislativo, y esa circunstancia es uno de los parámetros definitorios del ejercicio del poder político en nuestro país. Pero que esa sea la tradición no quiere decir que sea lo más adecuado, máxime cuando esa preponderancia viene marcada por una resignación de las prerrogativas del Congreso a cambio de reparto de beneficios, muchas veces a título particular para los congresistas.
Ese sistema de relacionamiento marcado por la subordinación se ha visto de forma clara en los dobles mandatos de los presidentes reelegidos, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos. Aunque en ambos hubo actividad de la oposición (en el mandato de Uribe por parte del Polo Democrático y de sectores del Partido Liberal, y en el de Santos por parte del Centro Democrático a partir de 2014), el “rodillo gubernamental” para la formación de mayorías estuvo siempre en buen estado de funcionamiento. En 2004 permitió aprobar la reforma constitucional para permitir la reelección presidencial inmediata -y a punto estuvo de aprobarla para una segunda- y en el mandato de Juan Manuel Santos sirvió para la gran parte del paquete legislativo de implementación de los acuerdos con las Farc, a través de un forzado mecanismo constitucional (el fast track).
La pregunta es cómo manejará el nuevo presidente las relaciones con el Congreso, atendiendo esa inercia política de hacerlo mediante la burocracia estatal, el uso de partidas presupuestales y cupos indicativos, la llamada “mermelada”. Los dos candidatos, Iván Duque y Gustavo Petro, han repetido que no acudirán a ella para lograr las mayorías parlamentarias. ¿Cómo lo harán?
Duque ha obtenido hasta ahora la adhesión de varios partidos políticos (incluyendo el liberal de César Gaviria), lo cual indica que tendría mayorías parlamentarias que le permitirían adoptar su programa de Gobierno sin mayores dificultades, lo cual no quiere decir que lo pueda hacer sin contraprestaciones. Por su parte, Gustavo Petro tendría el acompañamiento previsible de la Alianza Verde y, seguramente, del Polo Democrático. Y si gana, el mismo Partido Liberal previsiblemente adheriría a sus proyectos.
Atendiendo la tradición a la que aludíamos al principio, sería ilusorio pensar que el nuevo presidente cambie la forma en que se ha manejado desde hace décadas las relaciones entre el Ejecutivo y el Congreso. No obstante, los resultados del 27 de mayo indican, de cierta forma, que gran parte del electorado está dispuesta a una mayor labor de vigilancia para que la corruptora “mermelada” no siga siendo la única forma de asegurar el funcionamiento de gran parte del poder Legislativo.