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Plumas de ganso

La indignación es moral, porque las incoherencias son muy difíciles de aceptar, sobre todo cuando vienen de parte de nuestros líderes. Comodidad difiere mucho de lujo y extravagancia.

05 de octubre de 2022
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Una de las razones por las cuales la nación británica pudo enfrentar las horas difíciles de su lucha solitaria contra Alemania, allá en 1940, fue el hecho de que todos, no solo el pueblo y la gente común, asumieron y aceptaron los sacrificios. En las cenas elegantes de la aristocracia se servía mortadela enlatada; la familia real se negó a irse, estando incluso en peligro por las bombas que caían sobre Londres, y hasta la recién fallecida Isabel, antes de ser reina, aprendió mecánica automotriz para ayudar al esfuerzo nacional.

La gente se movilizó con convicción y coraje porque vio que todos, incluso en las más altas esferas, estaban haciendo sacrificios. Muy diferente es la situación cuando a la gente se le pide esfuerzos, cuando a la gente se le exigen sacrificios, estrecheces y dificultades, y quienes les exigen esos sacrificios se dan lujos que a los ojos de estos son desmesurados e innecesarios.

Es por esto que ha caído tan mal la noticia de que la Presidencia de la República gastó sumas significativas en lujos tales como televisores de 85 pulgadas a 27 millones de pesos cada uno, juegos de sábanas a más de 2 millones cada uno, y los ya célebres plumones en pluma de ganso a 4 millones de pesos cada uno, con el fin de dotar las casas de la Presidencia de la República.

Fíjense que las sumas involucradas no son comparativamente tan altas: a diario oímos noticias de corrupción cuyos montos de lejos exceden estas cantidades. Y fíjense que casi nadie sospecha que en esto haya habido corrupción entendida como sobrecostos, comisiones o irregularidades contractuales: de hecho, los elementos comprados efectivamente alcanzan esos valores en el mercado. La indignación no es por nada de eso: la indignación es moral.

Es moral, porque al mismo tiempo que en el Congreso cursa una reforma tributaria que exigirá un mayor esfuerzo impositivo para los colombianos, y en particular para las empresas que generan producción y empleo, es incomprensible que los recursos públicos se gasten en lujos innecesarios. Nadie pretende que el presidente duerma en el barro: unas condiciones básicas de comodidad son perfectamente aceptables, pero comodidad difiere mucho de lujo y extravagancia.

La indignación es moral, porque las incoherencias son muy difíciles de aceptar, sobre todo cuando vienen de parte de nuestros líderes. Petro se proclama como un presidente del pueblo. En campaña no ahorraba oportunidad para fotografiarse en casas humildes, comiendo con la gente y durmiendo en sus camas rudimentarias. Este gobierno se autoproclama como el “primer gobierno popular de la historia de Colombia”. Y aunque hasta ahora no hay ningún elemento que señale que estas compras fueron instrucción del propio presidente, a nadie le cuadra que el gobierno que se proclama popular duerma como las estrellas de Hollywood.

El Gobierno que llegó con un gran despliegue de símbolos (“el pueblo” en la posesión, el protagonismo de la espada de Bolívar o los nombramientos en altos cargos a indígenas y afros, entre otros) ahora pierde puntos ante la opinión también por un símbolo: no es tanto el monto sino lo que estos gastos simbolizan.

De hecho, esta incoherencia ha molestado incluso a los partidarios del gobierno. Decía el pasado lunes David Racero, presidente de la Cámara y aliado de Gustavo Petro, que quienes acompañaron a Petro exigen coherencia y que el propio presidente la exige (Racero culpa a “mandos medios”).

¿Qué puede o pudo hacer el gobierno frente a esta revelación? Pudo haber salido a declarar que esas compras no corresponden con su vocación, que las van a parar y que van a adquirir artículos de precio y características más razonables. Bastaba eso porque, como decíamos, nadie está señalando corrupción y nadie está acusando al presidente de ordenar estas compras.

Pero no. Se dedicaron día y noche a través de las redes sociales a defender y explicar estas adquisiciones. Mauricio Lizcano, director del Departamento Administrativo de la Presidencia (Dapre), prácticamente no hizo otra cosa el pasado lunes. Esto para no mencionar a los simpatizantes del gobierno, encabezados por el senador Gustavo Bolívar, que salieron con la lamentable teoría del empate, que es algo así como “nosotros lo hicimos, pero ustedes también”, afirmando que en el gobierno Duque también se hicieron compras cuantiosas.

Y cerró el repertorio de respuestas el propio presidente quien ayer, fiel a su costumbre, quiso ponerle drama social al tema, afirmando que las compras eran para que los trabajadores de las casas presidenciales pudieran tener el mismo nivel de comodidad que los dignatarios. Cosa que no solo contradice a sus funcionarios que habían afirmado que las compras eran para las casas privadas del presidente y la vicepresidenta, sino que no tiene sentido si vemos las cantidades compradas: cuatro juegos de cama y dos plumones, por ejemplo, cosa que indica que no eran para el personal que allí trabaja.

Un poco de coherencia no cuesta nada, sobre todo cuando es hora de liderar con el ejemplo

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