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Corrupción, nuestra gran culpa

La corrupción, aceptada, practicada o ignorada también por los ciudadanos, debe convertirse no solo en asunto de conciencia sino en debate y campaña permanente desde y para la sociedad civil.

05 de febrero de 2017
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Infográfico
Corrupción, nuestra gran culpa

Las investigaciones demuestran que en los entornos donde la corrupción se proyecta desde los niveles institucionales y los actores del poder, los ciudadanos tienden a aceptar y a caer en prácticas deshonestas. Como suele ocurrir, los seres humanos somos un reflejo de las experiencias y los ejemplos que recibimos en el orden de las jerarquías familiares y sociales. Pero no es menos cierto que una sociedad adormecida e incapaz de pincharse la conciencia y de buscar sanciones y controles (legales y éticos, prácticos y simbólicos), frente a la ilegalidad y las trampas, no podrá salir del lodo, de los círculos viciosos que traza la corrupción.

Para cerrar este tríptico de editoriales de domingo que nos propusimos para analizar la corrupción desde lo público, lo empresarial-privado y la ciudadanía y su cotidianidad, es pertinente observar cómo aunque la gente sabe que la corrupción afecta el desarrollo de la democracia, no la considera un problema prioritario.

Esa apreciación tiene incidencia en una doble perspectiva, que vuelve sobre la tesis inicial: ni hay interés en combatirla, solo en quejarse de ella, y lo que es mucho peor, la mentalidad de los pequeños engaños se afianza y se convierte en parte de un paisaje aceptado y adoptado por los individuos del sistema.

Así, resulta escandoloso que por ejemplo la firma Odebrecht haya pagado sobornos en diferentes países para quedarse con licitaciones millonarias de obras públicas de infraestructura, pero no son mal vistos quienes a diario pagan dinero, por debajo de la mesa, para que alguna gestión personal avance. No está mal visto dar un soborno a un guarda de tránsito o a un agente de policía, para que no emitan sanciones por las faltas a las normas viales o los códigos cívicos.

Un estudio publicado en la revista Nature por Simon Gäechter y Jonathan Schulz, en 2016, observa que “las personas que viven en sociedades más corruptas tienen más probabilidades de ser deshonestas” y que “la gente limita su nivel de deshonestidad según lo que percibe como aceptable en su sociedad y lo que ve a su alrededor”.

Ello quiere decir que mientras no construyamos liderazgos institucionales trasparentes, mientras que no tengamos pivotes estatales y empresariales sólidos, será muy difícil crear ambientes en los que la corrupción no tenga cabida y deje de ser el camino fácil al bienestar. Pero también significa que si la corrupción, la lucha contra ella, no es considerada un tema transversal de la cultura ciudadana, entonces tampoco habrá una fluida y recíproca circulación de métodos y prácticas que rechacen la ilegalidad y la trampa. Las correcciones, los ajustes deben ser mutuos, resultado de la interacción plena del sistema, de sus circuitos y de sus piezas.

No hay escalas menores en las prácticas corruptas. Tanto aquellas macroestructurales de los grandes contratos públicos y privados, en las altas esferas del poder, son causa de pobreza y criminalidad, como aquellas “microcotidianas”, en el ejercicio diario de la ciudadanía y de entidades comunitarias modestas, son un alimento en descomposición que enferma y daña al país.

Torcer las reglas en cualquier instancia familiar y social es contraproducente. Donde prolifera la corrupción, la deshonestidad tiende a volverse contagiosa. Hay que cortar esas prácticas por arriba, pero también por abajo. No podemos exigir a gobernantes y líderes lo que no demos y cultivemos como ciudadanos.

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