La semana pasada se presentaron en Medellín dos hechos que aunque parezcan de aquellos que son corrientes en los barrios, son manifestaciones de un fenómeno más generalizado cuyas ramificaciones se extienden por todo el tejido social: el incumplimiento de las normas (legales, sociales, cívicas) y el desacato a las autoridades incluso cuando estas proceden en cumplimiento de sus legítimas atribuciones. En el primero, agentes de la Policía acudieron a amonestar a un conductor que había estacionado mal su moto, entorpeciendo la circulación, y la respuesta de este y sus vecinos fue agredir a los agentes física y verbalmente. En el segundo, agentes de la Secretaría de Movilidad (los “azules”) fueron agredidos en el Centro cuando hacían operativos de control.
Desde los tristemente célebres casos de “usted no sabe quién soy yo”, hasta las golpizas violentas contra agentes de la autoridad, pasando por el desacato continuado, a gran escala, de miles de conductores de motocicletas –y ahora decenas de los de bicicletas también– a las normas de tránsito, indican que cada vez más se asume por parte de muchas personas que el único sistema normativo que hay que cumplir es el que cada uno se dicte a sí mismo. Tal concepción lleva a una situación de anarquía que rompe la convivencia.
Los sociólogos tienen bien estudiado el fenómeno de la anomia, según el cual los individuos no conocen las normas, o si las conocen no las consideran aplicables, o no se sienten concernidos por el deber de cumplirlas. La sociedad colombiana, y dentro de ella la antioqueña, ha padecido y aún padece manifestaciones de anomia, con el agravante de que esta se extiende incluso a las normas de urbanidad, a las de buena vecindad, y ya ni se diga a las disposiciones legales.
En la más reciente Encuesta de Percepción Ciudadana hecha por Ipsos-Napoleón Franco para Medellín Cómo Vamos, se les preguntó a los encuestados sobre cumplimiento de las normas, y los indicadores son propios de una sociedad donde prima la anomia, la falta de conciencia del deber de cumplirlas. “¿Cómo se comporta frente al respeto a...?”, y los porcentajes fueron: Honestidad/legalidad en la conexión a servicios públicos, 40 %; Cuidado y respeto de los espacios públicos, 30 %; Respeto a las normas ambientales, 28 %; Respeto a las normas básicas de tránsito, 27 %.
También se preguntó por el respeto hacia colectivos o grupos de personas, y los indicadores dan grima. Por ejemplo, sólo el 29 % dice observar normas de respeto hacia personas de diversa orientación sexual; 33 % hacia minorías étnicas; 33 % considera respeto por la vida; 37 % dicen respetar a las mujeres, y 41 % a los niños y niñas. Más preocupante aún: en comparación con las encuestas anteriores, estos índices están empeorando.
En noviembre de 2012, la Universidad Eafit presentó los resultados de la encuesta “¿Cómo somos los antioqueños?”, en la que a pesar de quedar desmentidos varios clichés sobre la población paisa, sí quedó reflejada la ambivalencia ante el cumplimiento de las normas frente a lo que se ha llamado “la viveza”: solo el 34 % dijo cumplir las normas, lo cual arroja una expectativa muy baja de respeto a la legalidad.
Muchos factores confluyen para que esto ocurra. Pero en esta época, el más perjudicial puede ser la falta de referentes públicos como paradigmas de honestidad y decencia, en un entorno de corrupción generalizada, y donde la pregunta de muchos –y el pretexto– es que si tantos gobernantes y líderes políticos y sociales no piensan en el interés general sino en el particular, por qué habría el ciudadano de cumplir las normas. La legalidad, pero ante todo la ética, están atrapadas en esa perversa red.