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Hoy tenía ganas de escribir contra el encierro. Buscar una evasión y compartirla. Imaginar una historia de espacios abiertos y aire limpio. Imágenes de claridad que le hagan contrapeso a los días turbios y espesos que se hacen tan difíciles de transitar. Existen historias que pueden convertirse en líneas de fuga semejantes. Con todo el gusto volvería a hablar de la maravillosa señora Maisel o de las series documentales narradas por David Attenborough, cuya voz tiene la capacidad de revelar como grandiosas hasta las minúsculas maravillas de la naturaleza.
Pero en este caso quisiera llamar la atención sobre una joya visual encontrada en Youtube. Es un concierto sin público que no me canso de repetir. Sucede en la cumbre de una montaña. Los artistas están rodeados de abismos pero la música que brota de sus instrumentos electrónicos emerge como una rebelión contra la gravedad. La música de The Blaze tiene propiedades ingrávidas. El dúo francés, en perfecta sincronía con el paisaje que los rodea, hace que las notas de sus canciones reverberen entre las rocas y la nieve que los rodea para apaciguar cualquier nueva furia que la naturaleza nos tenga reservada.
La cámara en vuelo aéreo rodea a los artistas y deja ver el grandioso escenario. Es una montaña del macizo del Mont Blanc llamada L’Aiguille du Midi, es la más alta de una serie de picos conocidos como las agujas de Chamonix, con 3.842 metros de altura. En la cima de la montaña hay distintas estructuras: una torre de telecomunicaciones y un recinto con pasadizos, habitáculos y la terraza en la que el dúo francés ejecuta sus canciones con la concentración de quién desea alcanzar la iluminación a través del éxtasis.
Para llegar a esta cima hay un teleférico imposible, una desquiciada obra de ingeniería en la que seguramente se transportaron los equipos que hicieron posible el performance.
La producción dura más de 90 minutos que se convierten en toda una descarga de vértigo. Ataviados con ropa urbana, ninguna prenda luce preparada para los rigores del hielo, los primos Guillaume y Jonathan Alric se declaran nativos de las alturas y lo celebran con una danza sutil que enciende el deseo de acompañarlos en ese lugar ajeno a un mundo que se desmorona.
Hace poco leí la historia del escritor T. H. White, que criaba serpientes en su cuarto y se atrevió a entrenar a un azor. Una de las frases que escribió encaja perfectamente en lo que hacen sentir las imágenes de este concierto: “Enamorarse es una experiencia desoladora, excepto cuando uno se enamora de un paisaje”. El asombro que produce un amor así es de la clase que nos hace invencibles.
Un paisaje como el de estas montañas está escindido de la realidad. Es el fragmento de un sueño que por accidente quedó varado en la vigilia. Si se tuvieran que buscar evidencias o vestigios de los países descritos en las mitologías y en los relatos fantásticos, habría que buscarlos en las faldas de estas montañas, donde tal vez todavía tengan su guarida los dragones. Y no estaría mal que la música de The Blaze los despertara. Durante este toque demencial puede verse un sol llameante sobre la línea del horizonte, lejano y atento, demorando el ocaso, como si de vez en cuando los astros también buscaran una oportunidad para fugarse.