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La trinchera familiar. Custodia compartida de Xavier Legrand

  • La trinchera familiar. Custodia compartida de Xavier Legrand
  • FOTO K.G Productions
    FOTO K.G Productions
  • La trinchera familiar. Custodia compartida de Xavier Legrand
31 de marzo de 2019
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Cuando pensamos en la violencia normalmente nos imaginamos crímenes atroces, golpizas terribles o balaceras interminables. Tenemos en mente aquella violencia que causa efectos inmediatos, que ocurre frente a nosotros, tal vez porque es la más fácil de entender: alguien, este tipo con la pistola en la mano, hace daño; alguien, este chico tendido en el suelo, lo recibe. Es más fácil odiar al victimario incluso, porque no tienes dudas sobre su maldad. Sin embargo, se habla más bien poco en los noticieros de esa violencia soterrada y perniciosa que se acumula en millones de hogares y va contaminando a nuestra sociedad, al formar a una generación entera que crece con miedo, que piensa que los golpes y la crueldad son parte de la vida cotidiana.

“Custodia compartida”, de Xavier Legrand, ganadora del reconocimiento a la mejor película francesa en los recientes Premios Cesar, comienza en un juzgado, con una carta que lee una abogada, en la que un niño de once años dice que no quiere estar con su papá y que prefiere no asistir al tiempo compartido que el Estado impone para que el vínculo familiar se mantenga. En la carta está ya lo que veremos plasmado en los siguientes minutos, la tragedia entera en palabras que todos entendemos y, sin embargo, ni siquiera uno como espectador le presta toda la atención que debería. Cuando sabemos que es una queja de un niño la desestimamos, como seguramente deben hacer los funcionarios que escuchan a las mujeres que dicen que sus maridos las celan en demasía, o a los vecinos que no soportan el ruido de la pareja de al lado cuando pelean. Tal vez porque la otra violencia nos ha anestesiado o porque creemos que cada quien debe resolver sus problemas en la intimidad, que esa pelea no es conmigo. Legrand, sabiamente, nos muestra que tenemos un sistema hecho para que esa violencia intrafamiliar no se condene, para que continúe horadando a las familias que deben soportarla, sin decir nada porque podría ser peor. Podría haber violencia de la otra, nos consolamos. Hasta que al final casi siempre la hay, pero ya es demasiado tarde.

Con una cámara que a veces se queda a un centímetro de sus personajes, y que camina junto a ellos hasta volverse su sombra, Legrand y Nathalie Durand, su fotógrafa, consiguen que percibamos (en los pequeños temblores del rostro de un niño, por ejemplo) cuánta violencia puede haber en una palabra, en un tono de voz, en un gesto. Las excelentes actuaciones de su reparto nos permiten recordar que esos dramas familiares de los que todos hemos oído hablar, no están protagonizados por dementes sino por gente que se ve como cualquiera, que a lo mejor trabaja contigo. En vez de filmarla como algo extraordinario, con imágenes que la embellezcan, como se intenta muchas veces filmar la otra violencia, Legrand nos devela lo fácil que puede ser llenar de miedo la vida de los otros. No hay una denuncia acá, sino un sumario. Una buena forma de mostrarnos, a ver si dejamos de convivir con ella, la rutina universal de la infamia.

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