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¡GUAU!: Isla de perros, de Wes Anderson

02 de junio de 2018
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El personaje central de Isla de perros se llama Atari. Una generación deja escurrir una lágrima con solo escuchar esa palabra. ¿Por qué ponerle así a tu protagonista? Tal vez porque Wes Anderson quiere dejar claro que esta película es un homenaje a las cosas que ha amado desde que era un niño, ya sean los videojuegos, el sushi, los cómics, la cultura oriental, el cine de Akira Kurosawa y los perros. Nadie que no ame a los gozques podría haber escrito y creado una película tan humana y al mismo tiempo tan perruna, como esta. Nadie que no se haya quedado absorto frente a un grupo de perros intentado comprenderlos, habría escrito un guion en el que los canes se convierten también en esos seres maniáticos, tiernos y que se sienten un poco fuera de lugar, que pueblan el cine del director tejano desde sus inicios.

Atari es un niño que ha tenido que viajar a la isla basurero donde el alcalde de Megasaki, la ciudad que queda al frente, ha conminado a todos los perros, expulsándolos de sus calles con la excusa de que tienen una enfermedad que los vuelve un peligro para la humanidad. Atari está buscando a Spots, el can guardaespaldas que ha convivido con él los últimos tres años y la única ayuda con la que cuenta es la que le brinda una pandilla de perros con nombres autoritarios (Duke, Boss, Chief...) que intenta sobrevivir en la isla, en medio de las ratas y de las sobras. Su aventura será la nuestra.

Anderson crea un universo admirable, hecho con el cuidado y la delicadeza que implica la animación cuadro por cuadro, al que le agrega además toda la estética de la cultura japonesa que en sus manos se convierte en fuente de sorpresas y de humor (fíjense por ejemplo en la aparición de La ola de Hokusai en cierto momento, en el potentísimo uso que le da a un tema musical hecho con tambores tradicionales japoneses, o en la importancia que tienen dos haikús dentro de la historia), sin perder sus marcas de estilo: la simetría de las composiciones de plano, el respeto casi sagrado a la paleta de colores que escoge, el uso de la profundidad de campo para generar una narración doble en la misma pantalla (aunque a veces simplemente la parte en dos). Es el Anderson de siempre, pero potenciado por un tema que lo inspira y que lo renueva de maneras insospechadas.

Como ocurre desde Moonrise kingdom, sus guiones son capaces ahora de trascender el conflicto de su personaje central para abarcar muchos más temas. Sin perder el hilo de su fábula, Anderson es capaz de hablar de absolutismo, decir lo que piensa de la investigación científica que usa animales, reflexionar sobre el amor, citar a La dama y el vagabundo y honrar la amistad. Uno sale de la sala de cine feliz, no solo por la historia, que es hermosa y llena de ternura, sino por esa sensación de plenitud que nos brinda nuestro cerebro cuando ha sido estimulado.

No sé si el perro sea el mejor amigo del hombre, pero queda claro que hoy por hoy, Wes Anderson es uno de los mejores amigos del cine.

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