Cuando los créditos aparecen en la pantalla, el público de Ciro y yo se queda un rato pegado a la silla, mientras pasan los nombres del equipo de producción, intentando definir íntimamente qué es lo que acaban de ver. Por supuesto, es la historia de un colombiano, Ciro Galindo, nacido el 29 de agosto de 1952, que tenía por hogar para él y su familia la Serranía de la Macarena y que lo ha ido perdiendo todo, de a poquitos, como si la vida se empeñara en desgranarlo. También es la historia de otro colombiano, Miguel Salazar, el director, que alcanza aquí ese difícil equilibrio entre la confesión íntima e impúdica y el relato sincero y honesto, que necesita un documentalista cuando relata algo que lo toca personalmente.
Igual termina pensando el público que acaba de ver, reflejada en las vidas de Salazar y de Galindo, la historia de las últimas siete décadas en Colombia, con sus autoridades incapaces y sus tontas repeticiones. Es impresionante la sensación de que volvimos a cometer los mismos errores como sociedad, cuando Salazar muestra, sin seguir el orden cronológico pero a su debido momento, las peleas entre conservadores y liberales a mediados de siglo, tan cruentas y grotescas como las de los guerrilleros y los paramilitares treinta años después.
Ciro y yo es además una larga y ardorosa denuncia de la burocracia y la injusticia cotidiana, que se ensaña con hombres buenos, como Ciro, y que a tantos que vivimos en Colombia se nos volvió paisaje. Cuando uno ve a Galindo en la ciudad repartiendo volantes que publicitan tratamientos para los pies, con ese saludo amable del campo que jamás ha perdido, ser rechazado por los transeúntes, no queda más remedio que bajar la cabeza, avergonzados por todas aquellas veces que miramos sin ver. Que nos hicimos los invisibles para no saludar a los que son invisibles ante los ojos del Estado y del poder.
Ciro y yo también es una muestra de buen cine y de la recursividad audiovisual, necesaria en estos tiempos, para que una pieza documental sea más atractiva y consiga conectarnos emocionalmente con lo que cuenta. La repetición de la toma lateral de las caminatas de Ciro, como un coro recurrente de la tragedia; los pequeños montajes escenográficos para darle más vida a los momentos en que oímos testimonios grabados en casetes de audio o vemos una serie de fotografías; las transiciones creativas y la edición cuidadosa del material de archivo. Todas esas herramientas son usadas con destreza por Salazar, y combinadas con un relato poderoso y un guión muy bien estructurado en sus idas y vueltas desde el pasado para conectarlo con el presente de su personaje principal. Un ejemplo para muchos realizadores que creen que las decisiones estéticas de una historia poderosa son superfluas.
Lo más importante que descubre el público cuando se acaba la película es que entiende que el yo del título, no es Miguel Salazar. Que es usted, querido lector. Que somos nosotros. Que ese yo, aunque lo neguemos, somos todos.