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El mal porque sí. “El diablo a todas horas”, de Antonio Campos

21 de septiembre de 2020
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Las estrellas de cine cargan con su imagen como quien ahorra en un banco. A veces los tratamos con excesiva condescendencia porque su saldo, construido a partir de personajes memorables o interpretaciones destacadas, está alto. Para darse cuenta de esa trampa que nos juega la simpatía basta hacerse una pregunta: ¿si esta actuación, con estos gestos y estas maneras, la hiciera este otro intérprete (piense en el que quiera que no le caiga bien), también usaríamos estos adjetivos para calificarla?

Algo de eso hay en las primeras sensaciones que deja “El diablo a todas horas”, de Antonio Campos, estrenada hace pocos días en Netflix. Como la protagonizan Tom Holland y Robert Pattinson, actores con un merecido prestigio, comenzamos juzgándola con benevolencia. Pero si insistimos un poco más, repasando sus escenas, descubriremos que en realidad el uno y el otro se han ido por la fácil, exagerando acentos hasta extremos ridículos o dejándoles a los flashbacks traumáticos lo que tendrían que decir sus ojos. Para la muestra ese bostezo, eterno e imposible, con el que concluye la participación del personaje principal, Arvin Russell, mientras el narrador de la película, que es el mismo Donald Ray Pollock, autor de la novela en que se basa, pronuncia un par de frases.

Tal vez el problema sea que nunca quedan muy claras las motivaciones, la vida interior de los personajes. Arvin ejecutará una venganza en medio de los paisajes rurales de Ohio y de West Virginia, en plena década de los sesenta, pero una porción grande del metraje se utiliza en contarnos los hechos traumáticos de su infancia y las coincidencias terribles que lo unen con su hermana de crianza. ¿Para qué hacerlo si cuando nos lo encontramos de adulto esa experiencia no lo ha cambiado en realidad? Si la idea era que entendiéramos por qué Arvin no reza y cuál es su prevención con la religión, un guion mejor pensado habría podido resolver eso media hora antes.

Por supuesto que la violencia puede ser gratuita en una obra de arte, incluso como una declaración de principios o como una marca de estilo (repasen el cine de los hermanos Coen), pero en “El diablo a todas horas” no hay una consistencia que le dé gravedad, ni un signo que nos indique que estamos ante una alegoría. Es como si Campos, que también es guionista junto a su hermano Paulo, hubiera olvidado que al adaptar una novela todas las reflexiones del narrador que permiten un entendimiento de los hechos, deben transformarse en acciones. O de lo contrario terminamos así: con una voz en off regalando porque sí, descripciones que los espectadores no estábamos pidiendo.

Que el mundo es un lugar temible lo sabemos todos. Que está lleno de violencia sin sentido, una noticia muy vieja. Lo que le pedimos a los autores que usan la maldad como parte de sus historias es que se arriesguen a una hipótesis o a una esperanza. A ver si el saldo de la razón deja de estar en rojo.

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