Hay un hombre en un castillo y ese hombre sabe cosas del pasado o del futuro o del presente que nadie más sabe. Ese hombre ve. Ese hombre ve más allá. Ese hombre ve más allá de las cosas. Ese hombre ve más allá de las cosas y los tiempos. Ese hombre ve más allá de él mismo. Ese hombre es un escritor. Es un creador. Es alguien que conspira.
El hombre en el castillo es una novela iluminadora de Philip K. Dick, que no está en el canon de las novelas. Es la novela con la que logró romper glaciares de convencionalismos. Es aburrida, pero ese también era su objetivo: hacer parecer normal la derrota. Es una novela sobre los derrotados. No solo sobre los derrotados, sobre lo que significa la derrota. La derrota es un infierno. La victoria también porque, en la guerra, siempre nace de un crimen.
Estados Unidos perdió la Segunda Guerra Mundial. Su territorio se fracturó en dos. Del lado del pacífico, los japoneses extendieron su imperio. Del lado del Atlántico, el tercer Reich despliega una sombra que podría durar más de mil años. Esa es la historia de la novela, lo que hubiera podido ser. Qué hubiera pasado si los aliados pierden la guerra, si Hitler hubiera vencido, si la bomba no hubiera caído en Iroshima sino en Washington. Terrible realidad alternativa que Dick imaginó rodeándola de un misterio y creando fisuras para que los habitantes de ese mundo pudieran asomarse a este para juzgar si era mejor o peor, para que quizás encontraran los destellos que guiarán una revolución necesaria. El hombre en el castillo tiene el mapa para encontrar estas fisuras.
Basada en esta novela existe una serie en Amazon, lleva el mismo título, presenta la misma premisa y hace que la trama se desarrolle con variaciones en las que vemos una serie de personajes intentando encontrar un fulgor inicial que encienda la rebeldía. Los invasores ejercen una autoridad implacable, asesina. La ambientación es terrorífica. La arquitectura Nazi, su iconografía autoritaria, su majestuosidad imperial, su ausencia de alma, se ha extendido por un mundo que lo ha dado todo por perdido. Del lado japonés, el paisaje no es menos terrible. Aunque la cultura del invasor tiene candor, esa ocupación ejercida con violencia crea una atmósfera de miedo que hace imposible el entendimiento.
En la serie, la resistencia recolecta una serie de películas en 8 milímetros que muestra secuencias de esa otra realidad en la que Alemania pierde la guerra. Hitler, anciano y enfermo, las colecciona. Persigue a cualquiera que las tenga, elimina la posibilidad de que los demás despierten, pero siempre hay alguien que despierta, en cualquier bando, y aún cuando tenga las manos anegadas de sangre, levanta su voz para hacer despertar a otros. La belleza de esta serie reside en el ritmo lento en el que sucede ese despertar. Poco a poco la idea, o el sueño de una realidad distinta hace que se sumen miembros a la resistencia, esa hermosa palabra que se ejerce en secreto pero, a veces, atronadoramente.
Lo que nos dice en el fondo esta historia, tanto en el libro como en la serie, es que la imaginación es la clave para ganar revoluciones. La imaginación permite concebir otras realidades posibles y rasgar las cortinas que encubren la verdad. Y la manera en que la serie lo dice, las secuencias con las que muestra esta realidad indeseable, es pletórica de sutilezas: planos de ciudades presentados de soslayo como si nos paseáramos por una pesadilla, conspiraciones condenadas a deslizarse en el desastre y un elenco de protagonistas cuyas actuaciones parecen fundadas en la perplejidad que debe provocar el hecho de pertenecer a una realidad simulada que, si se mira bien, no tiene tantas diferencias con la que se empezó a simular después de que también, una bomba, un crimen, cayó sobre una ciudad poblada de inocentes.