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Casi descarrilada. La chica del tren, de Tate Taylor.

08 de octubre de 2016
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Es casi una obligación del crítico de cine con sus lectores (si es que esa criatura fantástica, el lector de críticas, todavía existe en Colombia) aclarar desde su primera frase si leyó el libro en el que se basa la película de la que hablará, cuando el texto ha sido un éxito mundial. Yo lo hago en la segunda, para avisar que no tratará esta columna de explicar si la adaptación de Eryn Cressida Wilson, la guionista, y el trabajo de Tate Taylor, el director, hacen justicia a la popular novela de Paula Hawkins. Lo que habría que recordar es que casi toda la magia que una novela revela en el tono, la cadencia y las particularidades de su narrador, el mayor encanto de los libros de misterio, se pierde en su traslado al cine, un medio que está obligado a ser más obvio. Seguramente no será esta la excepción.

Para quienes no están familiarizados con la novela, la película consigue llamar nuestra atención con un planteamiento inicial que recuerda, más que a “La ventana indiscreta”, referencia cinematográfica inmediata, a algunos cuentos de Julio Cortázar, donde sus protagonistas se entretienen imaginando cómo es la vida de aquellos a quienes miran por la ventana del transporte en que se movilizan. Le pasa eso a Rachel, que no deja de pensar con envidia en la pareja que ve besándose tiernamente en el jardín de su casa perfecta de suburbio gringo. Con envidia, porque Rachel, como veremos y como logra trasmitir muy bien Emily Blunt en su actuación, lo mejor de “La chica del tren”, es una mujer triste. Ha perdido su trabajo, a su marido, es alcohólica y vive en un cuarto de la casa de una amiga. Sabremos más pronto (tal vez demasiado) que tarde, que esa casa idílica está muy cerca del que fue su antiguo hogar, y a partir de ese momento, que coincide con la desaparición de la esposa que contemplaba todos los días, las lagunas mentales que le produce su permanente borrachera se mezclarán con recuerdos borrosos y con las vidas de las otras dos mujeres del relato, en una estructura narrativa intrincada, que aunque aporta interés, esconde la debilidad de la historia principal: el resto de los personajes -el marido posesivo, el controlador, el ama de casa resignada, la adicta al sexo-, están tan pobremente dibujados, que nunca pasan de ser fichas en un tablero.

Aunque la directora de fotografía Charlotte Bruus Christensen, con un excelente trabajo, que incluye alteraciones de la imagen imitando los juegos de la memoria y puntos de vista distintos del mismo hecho, logra acrecentar nuestra identificación con Rachel, no ocurre lo mismo con el director, que nunca encuentra el ritmo (tal vez por eso hay dos editores) apropiado; si el comienzo se siente balbuceante, lánguido y frío, en el tramo final apela al melodrama en una película que, aunque entretiene, se mueve con un freno de mano que impide su pleno disfrute, restringido a momentos como el de un sacacorchos que se entierra con más fuerza. ¿Pasaba lo mismo con la novela? Quién sabe. Ustedes dirán.

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