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Columnistas | PUBLICADO EL 27 abril 2020

CRÓNICA DE MUCHAS MUERTES ANUNCIADAS

Por Fernando velásquezfernandovelasquez55@gmail.com

Un manifiesto es un escrito público que contiene una declaración de doctrinas, propósitos o programas, según lo explica el léxico; por eso, animados por la muy difícil situación carcelaria que vive el país agravada por la irrupción del coronavirus, que amenaza con dejar una montaña de despojos si no hay acciones rápidas y efectivas, un grupo muy nutrido de estudiosos de las disciplinas penales y saberes afines –al que nos sentimos orgullos de pertenecer– se ha expresado esta semana en contra de las descaminadas políticas gubernamentales en esa materia.

Con toda razón ese colectivo reclama, a la mayor brevedad, la modificación de la reciente legislación de emergencia expedida, supuestamente, para conjurar la grave crisis, de tal manera que se permita “el acceso efectivo a la reclusión domiciliaria” para los internos y se garanticen “de forma real y efectiva la salud y la vida tanto de la población carcelaria como de los trabajadores del sector penitenciario”. Así mismo, demanda “protocolos y medidas urgentes, reales y serias, concertados con todas las partes involucradas” encaminados a introducir herramientas que, de verdad, “sirvan para garantizar la vida de quienes deban permanecer en reclusión, incluidos todos los custodios”; y, finalmente, pide a los medios de comunicación masiva un pronunciamiento “frente a esta tragedia que embarga a las prisiones colombianas” y a que acompañen sus “respetuosos pedimentos”.

Se trata de centenares de intelectuales honestos y con gran vocación ilustrada, quienes se unen a esa bella iniciativa porque no quieren permanecer ciegos ante la tragedia de grandes proporciones que ya ha comenzado. Por eso, a la cabeza aparecen renombrados filósofos del derecho penal, sociólogos, juristas, administradores de justicia, docentes, investigadores, etc. como los profesores Luigi Ferrajoli, Eugenio Raúl Zaffaroni, Boaventura de Sousa Santos, Perfecto Andrés Ibáñez, José Hurtado Pozo, John Vervaele, etc., a quienes se suman ilustres académicos, abogados, fiscales y jueces colombianos, cuya única preocupación –como diría Cesare Beccaria hace 256 años– es la causa de la humanidad.

El fin del derecho penal, lo dicen la Constitución Política y la ley penal, no es imponer la pena de muerte porque ello está absolutamente vedado en un verdadero Estado de derecho social y democrático; tampoco pueden existir castigos crueles, inhumanos o degradantes, como de forma clara lo señalan los pactos mundiales en materia de derechos humanos incorporados al ordenamiento jurídico. El Estado, entonces, no puede pisotear la dignidad de las personas porque cuando lo hace camina raudo por los senderos del autoritarismo y la deshumanización.

Por eso, las decenas de miles de reclusos, el personal penitenciario, sus familias y la comunidad toda, deben estar asistidos en estos difíciles momentos porque los auxilios no son solo para los grandes pulpos financieros –que nunca pierden– sino para los más necesitados porque, como dice la Carta Política, el Estado “protegerá especialmente a aquellas personas que por su condición económica, física o mental, se encuentren en circunstancia de debilidad manifiesta y sancionará los abusos o maltratos que contra ellas se cometan” (artículo 13). No se trata, por tanto, de una súplica, es un deber que todos los servidores públicos –incluidos el presidente de la República, el fiscal general y la ministra de Justicia– están compelidos a cumplir.

Ojalá, pues, este histórico, necesario y oportuno llamado les sirva a las autoridades –hasta ahora sordas y con rocas alojadas en sus pechos en lugar de corazones– para rectificar el camino y revestirse no solo del ideario representado por los principios de dignidad humana, estado de derecho, legalidad, seguridad jurídica, respeto al derecho a la vida, etc., sino de los valores que encarnan la prédica cristiana como son la rectitud, la solidaridad, la piedad, la caridad, el amor al prójimo, la compasión, etc. Y ello es así porque de nada sirve nuestro trasegar existencial si no reverenciamos el dolor humano y, penitentes, ayudamos a salvar muchas vidas en grave peligro y a sanar las heridas de los más necesitados.

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