En la casa de Hernán hay una perra grande, gorda, de cabello blanco con las orejas y un par de lunares color miel. Se llama Niña, pero no es amigable ni saluda a desconocidos. Camina lento y gruñe de tanto en tanto. Tiene 7 años, pero parece de más. Es brava. De haber estado con ella en la mañana del 10 de julio del 2022, cuando fue a abrir la puerta de su casa, seguramente a Hernán no le hubieran pegado como le pegaron y no hubiera quedado prácticamente ciego, y habría seguido leyendo como un monje y hubiera conocido Europa y seguiría viviendo en su casa, en Medellín, y no en Abejorral, y estaría cuidando a su mamá, de más de 90, y no ella a él.
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Pero esa mañana de domingo Hernán salió a abrir la puerta solo, en pantaloneta, chanclas y recién levantado. Y se enfrentó, otra vez, con los vecinos de la casa de al lado que habían amanecido enfiestados en la acera y no lo habían dejado dormir. Les reclamó por el volumen y entonces lo tiraron al suelo, lo golpearon, le gritaron que lo iban a matar y, si no es porque alguien pasa y les grita que paren, seguramente lo hubieran hecho.
Tres años y cuatro meses han pasado desde entonces y Hernán y sus agresores siguen siendo vecinos, pues aunque a ellos ya los imputaron por tentativa de homicidio, el juez los mandó para la casa mientras hay una condena. A la misma casa donde cometieron el crimen.
Aunque Hernán tuvo que volver a vivir a la casa donde creció en Abejorral, en el oriente de Antioquia, donde corre menos peligro y en las noches solo escucha el ruido de los grillos, cuando viaja a Medellín a citas médicas o a hacer alguna vuelta se queda en el barrio Guayabal, en la casa donde vivió con su hermano y su madre desde 1984, en la misma calle del hombre que le gritaba “¡Olafo, hijueputa, te voy a matar!”.
“¿Por qué no la vendieron?” Pregunto, aunque la respuesta sea obvia. “Porque por la plata que dan ya no alcanza para nada parecido”, responde su hermano.
La tensión entre vecinos no era nueva ni la agresión había sido del todo inesperada. Llevaba años, décadas, gestándose. La escena era la misma: Hernán intentaba leer o descansar y sus vecinos querían celebrar. Fueron años de llamadas a la Policía, de reclamos, insultos y amenazas que terminaron ese domingo cuando no apagaron el ruido sino la luz de sus ojos.
Desde la golpiza se han vuelto a cruzar un par de veces. Hernán dice que no los ha visto, pero los ha oído, como le pareció haberlos oído riéndose hace 20 años, cuando de su casa sacaron a un hermano muerto por un cáncer. Ahora, como siempre, hacen lo posible por evitarse, incluso tienen una orden de alejamiento, y no han vuelto a cruzar palabra. Ni unas disculpas, ni un gesto de perdón, ni un “vecino, ¿cómo sigue?, discúlpenos, estábamos borrachos, lo sentimos mucho”. Nada. Aunque Hernán dice que “ni perdón ni olvido”. Su madre, la mujer de más de 90 a quien antes cuidaba, no está en la misma línea. “Si por ella fuera, los saludaba y les llevaba regalos de aquí de Abejorral”, dice una de sus hijas. “Es que es una santa”, dice Hernán, sentado en la sala de su casa de Abejorral, debajo de un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús y al lado de un atril con una biblia. Ella cree en Dios, él no, pero la acompaña en los rosarios.
En persona no los ha vuelto a ver, pero sí los ha visto alguna vez por la cámara de seguridad que instalaron en la parte alta de la casa. Sentados en sillas plásticas al rededor de un parlante celebrando cualquier cosa: las fiestas tradicionales de diciembre, un cumpleaños, un partido de Nacional. De haber estado esa cámara hace tres años y cuatro meses, probablemente ellos ya no serían sus vecinos.
Semanas después del ataque, la historia de Hernán se difundió como un virus. Salió en el periódico, emisoras y noticieros de televisión: la historia del hombre que quedó ciego por pedir que le bajaran el volumen a la música. Su caso fue incluso uno de los más ejemplares para que el Congreso aprobara, en diciembre del 2024, la Ley Contra el Ruido, que el presidente Petro sancionó y dejó en firme en marzo de este año, y que estima sanciones de hasta 16 salarios mínimos diarios mensuales para quienes “afecten la convivencia por ruido”.
Además, Hernán no era cualquier víctima, no era un hombre común y corriente, tampoco alguien extraordinario, poderoso o famoso, pero sí alguien raro, extraño: un profesor de colegio pensionado, sin hijos ni pareja ni algún rasgo físico o psicológico exagerado, salvo por su obsesión por la lectura: por toda la casa tenía estanterías repletas de libros y autores de filosofía, sociología y literatura rusa sobre todas las cosas. Cuando casi lo matan iba en el capítulo 7 de La montaña mágica, la novela de Thomas Mann. Ahora está leyendo un tratado sobre filosofía del derecho de un autor mexicano en el que hace apuntes con lapicero negro al final de las páginas: “culpa”, “dolo”, ha escrito.
No hay una mesa de su casa en Abejorral que no esté repleta de libros amarillentos y polvorientos. Cerca de la puerta de entrada tiene algunos que insiste en que nos llevemos para regalar. En la pared de su pequeña habitación, la última de la parte de atrás de la casa, antes del patio de los grillos, tiene algunos diplomas y reconocimientos. “En agradecimiento a quien sembró conocimientos y creó inquietudes en nuestras vidas. Alumnos Idem Donmatías. Mayo de 1991”, dice en uno. También colgado tiene un retrato en carboncillo de cuando era joven, con la barba en forma de candado y unas gafas que le ocupaban casi medio rostro.
En un noticiero dijeron que eran más de 4.000 libros los que había leído y cualquiera que lo visite o que lo entreviste puede dar fe de que es una cifra verosímil. Un lector que no podía encontrar el silencio y que por pedirlo se había quedado sin ojos. Por eso fue que cuando el periodista de EL COLOMBIANO, Gustavo Ospina, contó su historia recién ocurrido el atentado, Hernán le dijo que sentía que se había muerto. Ya no cree que sea así, “uno encuentra el sentido de la vida en el amor de los seres queridos”, dice, “y también en los libros y en la lectura”.
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No lee en braille ni tiene a alguien dedicado a leer en voz alta para él. Tras una serie de cirugías pudo recuperar cerca del 5% de la vista en el ojo derecho, que no le alcanza para ver la hora en el reloj, pues en la mano derecha lleva un Casio negro, digital, que además de la pantalla trae un parlante por el que sale en la voz de un robot, la hora, cada que presiona un botón. Lo que sí ha podido hacer con ese 5% (y por eso es que ya no se siente muerto) es leer, muy lento, gracias a una lupa electrónica traída de Estados Unidos que funciona como un microscopio. La pone encima de las páginas desgastadas y en la pantalla empiezan a aparecer las letras enormes, nítidas, separadas la una de la otra. Gracias a eso, Hernán puede ahora leer como escriben los buenos escritores. Sí la ba por sí la ba.
Se levanta a las 4 de la mañana, oye las noticias en la radio, desayuna, camina por el pasillo de la casa, lee, almuerza, lee, cena, prende un pequeño televisor de tambor que tiene en la habitación y escucha más noticias, lee, se duerme. “Colombia tiene grandes periodistas y grandes oftalmólogos”, dice. Hace lo mismo que podría hacer cualquiera en una cárcel. No puede salir a la calle, no le gusta, le da miedo. No lo mataron porque aún puede leer, pero lo dejaron encarcelado, en su casa, como a sus vecinos.