Las manos apoyadas en la empuñadura del bastón, la sonrisa picarona en la comisura de los labios, el cuerpo erguido, el cutis lozano: semejaba un holandés del siglo XVII posando para el pintor Frans Hals. Belisario Betancur aprovechaba cualquier escenario para iniciar sus evocaciones. La audiencia escuchaba atenta y sonriente los relatos de aquel hombre curtido de experiencias y marcado por cicatrices de la vida. Tenía dos virtudes que poseen quienes se han despojado de la vanidad del poder: la capacidad de reírse de sí mismo y jamás ofender a nadie de palabra, ni siquiera a los acérrimos contradictores políticos. Y como le enseñaron sus maestros estoicos, aprendió a llorar hacia adentro.
Su primera aspiración era maquinista del ferrocarril de Amagá. Su ídolo infantil fue un primo que había ascendido rápidamente en la jerarquía ferroviaria y conducía nada menos que La 45, “la más poderosa de las locomotoras que surcaban por entre las cordilleras andinas: ¡la 45! Esa era una señora máquina, de un negro reluciente, más negro que el de las restantes locomotoras y con un silbato que se reconocía a leguas de distancia”. En ese punto, Belisario imitaba el silbato de la locomotora, con el toque que el primo usaba al pasar cerca de la casa de la novia adolescente: Tu-TuTuTu-Tuuuuuu.
Pero el destino tenía preparados caminos diferentes a los rieles. Un pariente sacerdote le consiguió un cupo para estudiar en el Seminario de los Misioneros de Yarumal y a la fría meseta del norte antioqueño fue a dar para tratar de cambiar la vocación de maquinista por la de misionero en las selvas de Colombia. El intento fracasó luego de que se conocieran unos prosaicos versos contra el profesor de latín. De aquel paso por el seminario, quedaría la amistad y admiración por uno de sus más cercanos compañeros, el futuro obispo de Buenaventura, Gerardo Valencia Cano, conocido como “el obispo de los pobres”. A propósito de la expulsión del seminario, Gabriel García Márquez escribió, el día del septuagésimo cumpleaños del expresidente: “quien sabe si hoy estuviéramos celebrando los setenta años del primer papa colombiano”.
De la fría Yarumal el joven Betancur vino a dar a Medellín donde, gracias a otra palanca eclesiástica, logró que Monseñor Manuel José Sierra le concediera una beca para hacer el bachillerato en la recién fundada Universidad Católica Bolivariana, donde se graduó en 1941. Pretendió estudiar Arquitectura, pero pronto descubrió que esa no era su vocación y pasó a la facultad de Derecho. Allí alternaba el Uti Possidetis luris con “La canción de la vida profunda” de Barba Jacob. La juventud transcurría entre las aulas de la vieja sede del Pasaje Bolívar y el Patio Argentino que regentaba el legendario Benedo o el bar El Yo-yo en las vecindades del Hospital de San Vicente. Entre tangos, poesía y política, mucha política, transcurrían los días y sobre todo las noches del grupo de jóvenes intelectuales que entraba a ocupar el espacio de los Panidas. Era la generación de “Generación”, el suplemento literario de EL COLOMBIANO y de la cual hacían parte, junto a Belisario, Jaime Sanín Echeverri, Miguel Arbeláez Sarmiento, Otto Morales Benítez, Antonio Panesso Robledo, Manuel Mejía Vallejo, Carlos Castro Saavedra y José Alvear Restrepo entre otros. De aquellos días se recuerda la columna colectiva escrita bajo el seudónimo PRAB —para Rodrigo Arenas Betancur— con la cual, los compañeros de bohemia enviaban los honorarios a México para mitigar la penuria en la que vivía el escultor de Fredonia. Hasta que un día llegó un telegrama que decía “No manden más que conseguí coloca”. Y desapareció la columna.
Cuando se revisa la prensa de la década de los años cuarenta en Medellín, sorprende la producción y versatilidad del joven Belisario. Escribía sobre todos los temas y en todos los periódicos conservadores: EL COLOMBIANO, La Defensa, El 9 de abril, etc. Al recordar la irreverencia juvenil de aquellos años, Belisario hacía alusión a una columna en la cual se iba lance en ristre contra la poesía del panida mayor, León de Greiff, y la asemejaba a la ortografía en verso de José Manuel Marroquín. Pocos años después, cuando Betancur consiguió su primer puesto en Bogotá, como segundo abogado del Ministerio de Educación, se encontró con que uno de sus jefes era... el poeta León de Greiff, por entonces director de la sección de bachillerato de dicho Ministerio. Cuando los presentaron, el poeta recordó la diatriba y le preguntó “¡Ah, Betancur, el jovenzuelo que escribió la columna comparando mi poesía con la ortografía de Marroquín?”, a lo cual el atortolado interlocutor respondió: “Sí, Maestro, pero le prometo que no lo volveré a hacer”. Desde ese día los unió una entrañable amistad.
Estaba en mitad de la carrera cuando una joven estudiante de bachillerato atrajo su mirada y se alojó en su corazón. Sus correrías se trasladaron al barrio Belén donde vivía Rosa Helena Álvarez Yepes con quien se casó cuando aún cursaba cuarto de derecho. Fue la compañera prudente y cercana hasta su fallecimiento en 1998. Del matrimonio nacieron sus tres hijos: María Clara, Beatriz y Diego.
Para usar su lenguaje particular, “por esas mismas calendas” fue elegido diputado de la Asamblea de Antioquia en medio de las álgidas confrontaciones políticas que desembocaron en la hecatombe del 9 de abril de 1948. A partir de ese día el país fue otro. La agresión verbal dio paso a la violencia física. Eran los tiempos de la posguerra donde las ideas anticomunistas de los victoriosos aliados de occidente sumado al pensamiento nacional-católico desembarcaban en nuestro continente. El portavoz de esas ideas en nuestro medio fue Laureano Eleuterio Gómez Castro a quién el joven político antioqueño seguía y bajo cuyas banderas fue elegido Representante a la Cámara en las elecciones de 1951.
Cuando Laureano Eleuterio fue derrocado en el golpe militar del 13 de junio de 1953, Belisario Betancur, a pesar de haber participado como integrante de la Asamblea Nacional Constituyente convocada por Rojas, se convirtió en su radical opositor, defendiendo la legitimidad democrática del ya expresidente. Cuando se caminaba por el barrio la Candelaria en compañía de Belisario, este señalaba la temible sede del Servicio de Inteligencia Colombiano (SIC) ubicada en la calle 12 con carrera 3. Casi a nivel de la calle, existía una pequeña ventana que daba a los calabozos y por la cual los simpatizantes y familiares le pasaban mensajes y comida durante los días que permaneció detenido por órdenes del gobierno de las Fuerzas Armadas.
Instaurado el Frente Nacional, y como integrante del Directorio Conservador, Belisario apoyó el gobierno de Alberto Lleras Camargo (fue fugaz Ministro de Educación) e hizo parte del gobierno de Guillermo León Valencia como Ministro del Trabajo. Pero ya en ese tiempo el pensamiento político ultramontano había dado paso a una concepción acorde con el espíritu de los tiempos. En efecto, el mundo bipolar de la guerra fría empezaba a ser cuestionado y en Colombia, el surgimiento de las ciencias sociales indagaba sobre las causas de nuestra violencia y del atraso económico. En 1961, Belisario Betancur en compañía del exiliado paraguayo Luis Carlos Ibáñez y de los intelectuales colombianos Fabio Lozano Simonelli y José Gutiérrez, decidieron fundar una editorial que no gratuitamente llamaron Tercer Mundo. En la colección El Dedo en la Herida que dirigía el propio Belisario, se publicaron obras dirigidas a estudiar nuestra realidad como Política y Desarrollo de Fabio Lozano Simonelli; La Alianza para el progreso: esperanza y frustración de Hernando Agudelo Villa; Estado, Consenso, Democracia y Desarrollo de Mario Laserna; Algunas barricadas en la vía del Desarrollo de Lauchin Currie; Grandes Conflictos sociales y económicos de nuestra historia de Indalecio Liévano Aguirre; La violencia en Colombia de German Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna. A propósito de esta editorial, Gonzalo Arango escribía: “Belisario Betancur ha hecho, sólo o con su grupo de intelectuales de Tercer Mundo, más por la cultura que todo el gobierno junto”.
Pero la teoría no bastaba y Belisario se lanzó de lleno a la acción política. Se presentó como candidato independiente para las elecciones de 1970, como decía con sorna, “recayó” en 1978 y por fin ganó las elecciones presidenciales de 1982. En las campañas electores tuvo la oportunidad de recorrer y, por tanto, conocer a fondo todos los rincones del país. Los asesores le recomendaban no viajar a ciertas regiones debido a los pocos votos que allí se depositaban y el respondía “No hay votos pero hay Colombia”. En chiva, en burro y por último en un R-4, viajó, disfrutó y le dolió el país. Una de las situaciones que recordaba de aquellas campañas, sucedió en una de las giras por el río Atrato. Luego de haber visitado poblaciones ribereñas durante toda la jornada, al atardecer arribaron a un pequeño muelle para pernoctar en el lugar. Desde la orilla, alguien pregunto al lanchero cuanta gente venía en la panga y este respondió “No son gente, son paisas”. Y soltaba la carcajada.
Cuando al fin llegó a la Presidencia, el tono de su gobierno no lo marcó El Príncipe de Maquiavelo sino las Memorias de Adriano de Margarite Yourcenar (en la traducción de Julio Cortázar) y las Memorias de Marco Aurelio Antonino, los dos gobernantes epicúreos. Aquellos que le habían enseñado a llorar para adentro. Así empezó a ejercer la “penitencia del poder” como llamara García Márquez. Cuando Belisario asumió la presidencia, el país sintió un respiro después de haber soportado el asfixiante Estatuto de Seguridad del gobierno anterior. Fue como si a un enfermo le quitaran una camisa de fuerza. Las palabras iban acompañadas de gestos de paz y reconciliación. El símbolo de la paloma de la paz se fue alejando. Existían demasiados enemigos agazapados de la paz como los llamara el primer comisionado Otto Morales Benítez. Por distintas circunstancias uno a uno de los acuerdos se fue destruyendo. Hasta acabar en el fatídico miércoles 6 de noviembre de 1985, cuando un comando de 28 guerrilleros del M-19 se tomó el Palacio de Justicia con el fin de que la Corte Suprema de Justicia juzgara al Presidente de la República por el delito de traición a la patria y además, suspendiera el tratado de extradición. Es difícil juzgar lo que sucedió aquel día y aquella noche. La ilusión de la paz quedó en cenizas. El hombre que la había soñado quedaría por el resto de sus días torturado por aquel dardo envenenado clavado en el corazón. Y sin embargo hasta el último momento creyó que la paz era posible y que algún día los colombianos podrían vivir sin odios ni confrontaciones.
Los 32 años como expresidente los vivió con prudente silencio político. Sus apariciones oficiales las realizaba en aquellas ocasiones que le demandaba su papel de exjefe de Estado y no de Gobierno, como la Comisión de Relaciones Exteriores o los apoyos a los procesos de paz. Encontró refugio entre las ocres piedras de Barichara donde se convirtió en experto catador de helados. Era invitado a distintos eventos internacionales y en las noches de las ciudades ajenas “cometía” versos que fueron publicados a regañadientes con el título de Poemas del Caminante. Por demás, dedicó aquellos años a los pequeños goces de la vida: el arte de la conversación, el diálogo silencioso de la lectura, el olor de los libros, el irresponsable ejercicio de ser abuelo.
Desde el inicio del premio El Colombiano Ejemplar presidió el jurado calificador. El jueves 6 de diciembre del 2018, no acudió a la cita. Sus hijos recordaban que, ya hospitalizado, pidió que le llevaran el listado de candidatos al premio. No alcanzó a comunicar sus postulados. El 7 de diciembre en la tarde fallecía un colombiano ejemplar: Belisario Betancur.