Algo recorre al mundo árabe, no es un fantasma (menos aún el del comunismo), se trata de la superstición del teléfono celular y las redes sociales. En menos de un mes, una explosión social que comenzó en Túnez se convirtió en revolución en Egipto y protestas en media docena de países más del Medio Oriente, incluyendo Irán. Mientras los politólogos y sociólogos meditan el asunto, los editores apresurados ya han señalado al bendito responsable: la tecnología.
Habían ocurrido tantas revoluciones antes del siglo IV a. d. C. que Aristóteles alcanzó a dedicarle un libro completo de su Política a este fenómeno. Desde entonces hasta el año pasado todos los estudiosos del tema le han buscado explicaciones institucionales, económicas, sociales, culturales. Ahora, en tiempos de la palabra rápida y el pensamiento vacío, se despacha el asunto con una superstición. Si en el Medioevo cualquier pedestre podía señalar la voluntad de Dios como causa de la convulsión social, ahora mentes más obtusas se la atribuyen a la magia del internet.
No es que los pueblos árabes posean algún tipo de cultura política reactiva al despotismo, o liderazgos políticos e intelectuales dignos de crédito. No. Todo se debería a las consecuencias milagrosas de los dispositivos informáticos. De este modo, lo que antes se asignaba a la acción desplegada por los siervos, los pueblos o las naciones, ahora parece obra de genios remotos como los fundadores de Facebook (Mark Zuckerberg) o de Twitter (Jack Dorsey). Hay un tufillo etnocentrista en todo esto, ¡qué sería de los árabes oprimidos sin la técnica occidental!
El observador ciego e inmediato parece sentirse devastado por la velocidad de las acciones y la imitación inmediata de las primeras manifestaciones, y su capacidad imaginativa no sale del asombro de la comunicación digital. Podría detenerse a pensar qué pasó en las revoluciones de terciopelo de 1989, cuando internet no existía. ¿Fue acaso la controlada televisión soviética la responsable? O -ya que estamos en época bicentenaria- ¿cómo pudo suceder que los gritos de independencia de media docena de países latinoamericanos se dieran casi al mismo tiempo en pocos meses del año 1810? ¿Fueron las palomas mensajeras?
Hace más de una década el pensador inglés John Gray (por favor, no confundir con el doctor corazón) planteó que "la tecnología no puede ser un sustituto de la acción política". Esta afirmación la hizo de cara a unos síntomas que veía en la sociedad occidental que empezaba a sustituir la espiritualidad religiosa y la acción política por una desmesurada confianza en la técnica.
Las oleadas revolucionarias, protagonizadas por masas anónimas, no han dejado de tener iconos representativos: Antonio Nariño y Miguel Hidalgo en 1810, Flora Tristán y Auguste Blanqui en 1848, Fidel Castro y Gamal Nasser en la década de 1950, Angela Davies o Daniel Cohn-Bendit en 1968, Mijail Gorbachov o el "rebelde desconocido" de Tiananmen en 1989. Que ahora no se postule a Steve Jobs, o peor -porque todo puede empeorar-, al blacberry.
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