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Edición del mes | PUBLICADO EL 16 marzo 2025

El río Aburrá une la historia de Medellín (Visión del presente)

A los largo de sus 350 años de historia, Medellín ha sido contada de muchas maneras y por muchas voces. Esta vez publicamos un texto de una poeta sobre su relación con los ríos y la ciudad.

  • A pesar de que la ciudad le ha dado la espalda, el río Aburrá –el Medellín– es un lugar de vida y de tránsito. FOFO: Esneyder Gutiérrez.
    A pesar de que la ciudad le ha dado la espalda, el río Aburrá –el Medellín– es un lugar de vida y de tránsito. FOFO: Esneyder Gutiérrez.
  • A pesar de que la ciudad le ha dado la espalda, el río Aburrá –el Medellín– es un lugar de vida y de tránsito. FOFO: Esneyder Gutiérrez.
    A pesar de que la ciudad le ha dado la espalda, el río Aburrá –el Medellín– es un lugar de vida y de tránsito. FOFO: Esneyder Gutiérrez.

Por: Daniela Pérez

No existe el mundo si un río no lo cruza. Durante diecisiete años el río Grande, que cruza el norte de Antioquia, atravesó mis ojos, por ello sé que todo río hace una invitación a entrar en él. La primera vez que acudí a esta la invitación no tenía el permiso de mi mamá, estaba con mis hermanas y hermanos en el río, yo era la más pequeña. Mi hermana mayor notó mi anhelo de río y me hizo un gesto para que entrara al agua, eso sí, con tal de que me quedara en una parte bajita. Cuando llegamos a la casa, mi mamá me preguntó si había “nadado” en el río, le dije que no, me acerqué a darle un abrazo y se dio cuenta de mis calzones mojados.

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Haberle desobedecido a mi mamá y experimentar una sensación nueva fueron una mayoría de edad otorgada por el río.

Estas mayorías de edad llegan cuando pasamos el borde que, creemos, nos separa de la inmensidad. Otra de mis mayorías de edad me fue dada por Medellín. Una ciudad grandísima y de escaso aire para una muchacha que había crecido en medio de la generosidad de la brisa. Pasé de vivir en una finca rodeada de quebradas y pájaros, a vivir en una cajita de fósforos donde apenas cabían mis libros, mis libretas y ese intento de fuego que eran los deseos de ensanchar mis ojos.

El nuevo lugar que habitaba comenzó a plagarse de contradicciones: era la belleza de un cielo desconocido, con la dureza del gris impresa hasta en los gestos de la gente. Necesitaba darle nombre a la sensación y, por esos días, me aprendí de memoria estos versos de León De Greiff: “¡Y tanta tierra inútil por escasez de músculos!/¡tanta industria novísima! ¡tanto almacén enorme...!/Pero es tan bello ver fugarse los crepúsculos”.

Por un momento creí que la ciudad me quitaría la dulzura, pero los versos de De Greiff me recordaron no dejar de mirar el cielo, los guayacanes y cámbulos florecidos. Supe que, para hacer habitable la ciudad, debía procurar atisbos de ternura.

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Empecé a encontrar más suavidad, pero la mirada se me pone tosca cada que veo el río Aburrá correr encarrilado, con un hilito de agua de orilla a orilla, con algunos muebles, mesas, objetos humanos sobre los cuales se paran garzas blancas y negras como testigas en medio del naufragio. Entonces, para soltar el sinsabor, imagino que alguna vez me bañé en el Aburrá, que a sus aguas le llegaron las noticias de mi cuerpo, justo en la vertiente en la cual el Aburrá y el río Grande se encuentran para formar el río Porce.

Ya en la confluencia, la atemporalidad del río, reúne a quienes lo han habitado: ancestros alrededor del río médula; lavanderas escurriendo horas; balseros que traen y llevan personas; niños y niñas que asisten a la fiesta de estar vivos, contentos de que haya río para celebrarlo; y estamos nosotros, cuerpos del hoy, pensando que en el Alto de San Miguel aún nos podemos bañar en el Aburrá.

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Los ríos saben todo lo que hemos sido. Y para cuidar esa historia y cuidar el río, el Aburra necesita ser mirado con ternura. Ya Tomás Carrasquilla dijo que el Aburrá es un río humilde frente a otros ríos. No es un río de imperios como el Rhin, ni es sagrado como el Ganges. Aun así, sabiendo que no es un río mítico, que en él se han bañado gentes sencillas como usted y yo, esas cosas ínfimas le bastan a su caudal para hablar de nuestro paso por la tierra, para hacer un relato de cómo hemos habitado la corriente a partir de la cual se vertebra este trozo de mundo.

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