Medellín, tejido de historias en las montañas
En sus 350 años de historia, Medellín es un nido de relatos y poemas. GENERACIÓN invitó a diferentes poetas y narradores de la ciudad a escribir sobre sus barrios y vecinos. Acá este caleidoscopio.
Ilda Elena Cañas Mesa (Madre, periodista comunitaria, actriz de teatro, artesana)
El barrio en el que vivo está ubicado en la zona nororiental de Medellín, más exactamente en la comuna 2, Santa Cruz. Muchas veces me he preguntado el porqué del nombre: ¿quizás por ser muy religioso? ¿O tal vez por la violencia que se suscitó allí en los noventa? ¿O porque la centralidad del barrio forma una cruz entre la carrera 49 y la calle 99? ¿O por las bendiciones que uno debe echarse para protegerse de las lenguas del vecindario? Si miramos el barrio desde lejos, se puede ver un mosaico de casitas apiladas sobre la montaña, coloridas, anaranjadas, con algunos árboles que, en ciertas épocas, visten de primavera las calles. Esas calles son testigos de historias, algunas verdaderas y otras inventadas. En cada cuadra siempre encontrarás a personas que todo lo saben, todo lo ven y todo lo cuentan. A veces es fácil detectarlas: casi siempre están sentadas en el balcón, en la acera de sus casas, en las tiendas o formando corrillos en las esquinas. Otras son más sigilosas y calladas, encerradas en sus casas, pero con los ojos y oídos atentos al menor movimiento. No pierden el tiempo; es habitual verlas en las iglesias dándose golpes de pecho, pero siempre pendientes de todo lo que sucede a su alrededor. Ellas desempeñan varios oficios: comerciantes, estadistas, críticos de moda, casamenteras, periodistas, vigilantes, entre otros. Son cámaras de vigilancia sin horario. A cualquier hora del día se les puede ver, y parece que nunca duermen. Incluso en las madrugadas, si uno llega tarde después de una buena bailada, las ve, escondidas tras las cortinas de sus ventanas. Antes aprovechaban las idas al mercado, a la iglesia o a las misceláneas para contar lo que sabían y añadir un poco más. Ahora, con las redes sociales, la información es de entrega inmediata, con video y foto en tiempo real. Recuerdo una mañana en la que se escucharon varias sirenas. Era la salida de la jornada de clases, y un niño le gritó a otro:
—¡Detrás del colegio hay varias muertas!
De repente, se desató una estampida de personas corriendo para ver la macabra escena. ¡Oh, sorpresa! Las “muertas” eran en realidad un enjambre de avispas que los bomberos habían tumbado. Saben más de la vida ajena que de la propia. Un día se escucharon varios disparos y todo el mundo se asomó. Pero la más comunicativa del barrio no salió; desde su casa, exclamó en voz alta:
—Si le dieron bala, por santo no fue, ¡que lo entierre su mamá!
El muerto era un chico que decía que iba al colegio al que nunca entraba; en realidad, se dedicaba a vender droga en la plaza. Al otro día, la chismosa enterraba a su propio hijo en un ataúd. Pero no es tan malo vivir en un barrio de historias mal contadas, con casas anaranjadas y vecinos que, a pesar de sus lenguas afiladas, cuidan tu casa y te ayudan si estás en desgracia. Solo recuerda no contarles nada, porque ningún secreto quedará guardado. No les gusta que los llamen chismosos, pues ellos sólo “comunican” la vida acelerada que en nuestro barrio pasa.
Daniel Baena Durán (Actor y Dramaturgo. Autor de 1996, Obra sobre la masacre en Altavista.)
Altavista es una estación de gasolina donde las pimpinas se consiguen a precio de huevo. Llegan acá mulas (pero de 22 llantas), buses, taxis y particulares a altas horas de la noche. Se escuchan los gritos de los jóvenes: –Dele, dele, ale, alee. Y por el boqui-toqui se dan indicaciones de cómo transitar por las calles estrechas. Altavista huele a gasolina. Por tener una vía de acceso, este corregimiento es callejón sin salida y sus montañas, la ruta de escape y migración de diversos grupos al margen de la ley, desde los milicianos, paramilitares y militares en búsqueda de caletas abandonadas de Pablo Escobar. De pequeño conocí los helicópteros gracias a ese sonido retumbante que recorría, muy de cerca, cada rincón del cielo y hacía temblar las ventanas y las maderas de los ranchos. Siempre hemos sido vigilados. Son las 4:00 a.m, otra familia vivía en la casa de mis padres, allá arriba en la Perla. En esa casa no podíamos estar porque mi mamá sufre de las rodillas yno podía subir los noventa escalones de la zona. Ella le arrendó la casa a unos señores, todos extraños. Mi mamá le contó a mi papá que vio a la señora, la morena, estar en la esquina de Machete, ahí en el bar, pistiando a sus hijos mientras llegaban los vehículos. Escuché a mi mamá decirle a mi papá: –Mijo, ella estaba ahí parada, cuando me vio se puso blanca y ella que es bien morena, y salió corriendo escaleras arriba. Como si tuviera el pecado encima. A los doce años viví con mi familia en una casa arrendada en la calle 14, sin salida. Desde la ventana, observé a los mayorcitos, los amigos de mi hermano, pendientes de los carros para llenar los tanques de gasolina. Sacaban mangueras y embudos. Acercaban la boca, chupaban hasta lograr el flujo continuo de las pimpinas a los tanques. A veces vi cómo sacudían las cabezas por haber tragado ese líquido. También vomitaban. Días después se enteró que en la casa materna, en el sótano, guardaban las pimpinas. Mi mamá, como buena santandereana, les pidió la casa, les dijo que respetaran. Los muros estaban picados en las esquinas para sacar las pimpinas por el techo y evitar ser vistos por los vecinos. Mi casa era un búnker de pimpinas. Una oficina de venta de sebastopol sin certificado. Levanté el teléfono, marqué el 123. –Buenos días. Habla con la Policía nacional, ¿cuál es el motivo de tu llamada?–. Silencio. Miré a los amigos de mi hermano. Ellos se percataron. Colgué. Desde la ventana, los vigilé. Mis amiguitos cambiaron el balón, la golosa y el tin tin corre corre, por huir de la policía y el ejército. Perseguían lo que les daba de comer. Con doce años no entendí lo que pesaba una llamada para denunciar lo que no debo denunciar. El olor es analgésico. Una anestesia. Un placebo. Altavista es el oro líquido del cual todos quieren beber.
Gabriela Parra (Profesional en Estudios Literarios. AUTORA DE UN VIENTRE PARA LAS CARACOLAS.)
Aquí es Belén. Más arribita también. Más al sur. Donde usted no cree, eso también es Belén. Belén es tan grande... Belén es de esas cosas que uno conoce también por los otros. No pasa uno cierto tiempo sin conversar y que le digan “Es que mi familia vivió allá”, “Es que yo crecí en una de esas casas”. Y uno voltea y mira y sí, puede decir uno que conoce tantos Belén distintos. Pero como es tan grande y son tantos, uno puede decir que está compuesto por espacios reducidos que son el hogar.En este pedacito de Belén encontrar algo abierto antes de las ocho de la mañana es bien difícil, se duerme con maña. Aquí no hay que subir escaleras para llegar a dormir, uno se puede quedar caminando y caminando, saludando a las tiendas y los aguardienteros. A veces siento que se repiten las casas y las tiendas y los niños. Las familias felices de las que habla Tolstoi parecieran habitar este lugar. De esas que salen en las revistas y se entiende que sonrían viendo jugar al perro, con otro, entre un montón de botellas de cerveza, mientras suena rock en la plazoleta de la villa. De tanto mirar este lado del valle a veces siento que se trata de una maqueta a escala, donde la ciudad se replica, donde no hace falta cruzar el rio, donde todo existe y a todos les basta. Estamos en el otro lado del charco. A todos nos observan desde arriba. Siempre nos miran. Si desde la montaña logran ver algo, que nos digan si ven el juego de póquer Este barrio siempre está como en el medio, ni tan tan, ni muy muy. Todo aquí tiene una manera de moverse sin descuido y sin afán. En mi pedacito de ciudad todo se escucha. La cuadra completa ha oído como tanto culicagado dice que es diferente, que le gusta más bien el negro y la vecina de tres cuadras más abajo. A todos los ve uno arrejuntarse en los corredores de la biblioteca, haciendo que crezcan, que se vuelvan adultos. Cuando vuelvo del trabajo, siento el olor a chunchurria y mientras camino veo un montón de rostros agotados, todos bajan de la montaña y vuelven apretujados, todos mantenemos lejos y añoramos una silla en algún lado, para sentir el fresco que por acá es un viento suave y lleno de tonalidades. Las señoras de la tienda son de las que preguntan si ese muchacho que vive con uno sí trabaja, sí hace. Las empanadas las hace la vecina y a veces le da por fiar. Belén tiene su personalidad de mito, de “barrio de toda la vida”. Uno sabe que en la iglesia rezan por uno, porque no hay tantas penas propias para tanta gente en misa de 6, de 7, de 9 y en la tarde otras tres. Eso sí, los de afuera también piden por nosotros, para que tengamos una moneda que darles mañana en la mañana. Este pedacito de Belén también son ellos, alrededor de la canalización, alrededor de la noche. Y uno se encuentra con alguno, en medio de los tangos, exigiendo una copa de aguardiente, no un pan, ni un saludo, solo una copa de aguardiente. Y se van y queda uno de nuevo mirando al otro, al que no es de por aquí, en la Milonga, en Tafetanes o en el Bar Coba, “Es que vivir en Belén es muy bueno, yo sí de aquí no me voy, si todo queda cerquita y tiene uno buenos amigos”.
Ana Sofía Buriticá Vásquez (Periodista y poeta. Autora de Impulsos (Des) Animados.)
Hay un lugar de la ciudad donde los pícidos, esos persistentes pájaros carpinteros, todavía picotean el tronco de una palmera. Su picoteo se mezcla con el susurro del viento que mueve el follaje y todo alrededor parece hacerle eco a ese balanceo que nos recuerda el noble gesto de la cotidianidad. En Laureles, estos pequeños pero decididos rincones de contemplación, aún son permitidos, las conversaciones entre amigas se extienden como las raíces de los Ficus Benjamina que se resisten a permanecer bajo el pavimento, recordándonos que no hay que quedarnos en ningún sitio que limite el crecimiento. En este barrio circular y vegetativo (uno de los primeros con un diseño planificado, realizado por Pedro Nel Gómez y Karl Brunner), he escrito y he soñado muchos poemas con formas animales, en los que las casas con ventanas grandes y terrazas con Periodista y poeta. Autora de Impulsos (Des) Animados. plantas buscan la tibieza dormida del tiempo. En las mañanas, cuando parece que todo lo que sucede es urgente, llegan los loros con sus sonidos intensos y casi vocales, a compartirnos su imitación del mundo. Es una conversación de picos inquietos que conecta el ritmo de la naturaleza con el curso de una ciudad en la que cada vez se extiende más el asfalto, esta repetición constante de su presencia debería bastarnos como respuesta a la necesidad de regular el crecimiento de los edificios que hacen sombra a la belleza de las montañas. Cuando siento que mis pies reclaman el peso de las cosas no cumplidas, salgo a caminar por estos círculos que unen mi barrio. Puedo decir que aquí he encontrado gente que es mi casa, conversaciones en las que puedo ser frágil, dolores punzantes y cobijo seguro para mis heridas. Laureles me hace sentir llena de vida, pero no me nubla la capacidad para reconocer que la gentrificación ha fragmentado el sentido de lo comunitario, desplazando cruelmente a quienes no pueden pagar el silencio, porque aunque somos seres libres e iguales las dinámicas políticas y económicas encuentran cómo separarnos. Conozco lo que es extrañar el pasado, recorrer ese espacio en la memoria en el que la luz de la luna atravesaba el cielo, y las estrellas podían mirarse aparecer desde los patios de las casas. Es nostálgico vivir en Laureles, sentir cómo ese lugar que alguna vez fue pensado como un espacio para que la gente se “perdiera y se encontrara” con alegría, va desapareciendo, y eso que en comparación a otros barrios, todavía nos quedan los saludos entre vecinos, las conversaciones, el reconocimiento de las rutinas... Es como si hubiera una resistencia invisible en la arquitectura para transformarse, una lucha por mantener las historias que se han tejido bajo estos techos. A mi barrio le agradezco los espacios genuinos de gozo para bailar salsa como un lugar de encuentro para el movimiento. Aquí hay lugares, cosas y personas que amplían la vida, guayacanes que trazan caminos de flores amarillas sobre los andenes, árboles con una conciencia adaptativa que sobrepasan la materialidad del mundo, cayenos, samanes y altísimos cactus que custodian los jardines. A veces, cuando cierro los ojos, deseo que como los pícidos, podamos continuar construyendo nuestro nido sin tener que migrar a otro árbol.
Carlos Alberto David Bravo (Baterista y fundador de la agrupación Desadaptadoz.)
El devenir del punk en la zona noroccidental de la ciudad es un relato de supervivencia. Castilla, López de Mesa, La Esperanza, Pedregal, Doce de Octubre, Florencia, Kennedy, fueron los focos del punk cuando este entró en los años ochenta. La música se convirtió en una herramienta para expresar la rabia y la frustración de una generación frente a las estructuras de poder y las instituciones tradicionales. El punk despertó en muchos jóvenes una nueva conciencia crítica. Sin embargo, a diferencia del punk actual en lo musical, visual y cultural, el de entonces era más confrontativo y antiautoritario. En la década de los setenta, este sector estuvo marcado por luchas sociales populares. Fue una época de barrios y movilizaciones apoyadas por curas rebeldes, sindicatos, artistas, maestros, intelectuales de izquierda y estudiantes de universidades públicas. En la década siguiente el contexto estuvo marcado por la crisis económica de la ciudad y un proceso de decadencia urbana. Las esquinas fueron ocupadas por consumidores de bazuco que, en sus bolsillos, como mínimo, llevaban unan navaja automática. Las quebradas, aún sin canalizar estaban infestadas de ratas, en los días de lluvias se desbordaban y bajaban ríos por las calles y aceras con las basuras que depositaban en ellas. Por la carrera principal, la 68, se veían grupos de motociclistas que transitaban a alta velocidad. En los ochenta empezaron a emerger los primeros combos delincuenciales, se impuso la avaricia, la mano dura, el crimen. El terreno estaba maduro para que algo creciera y fue en Castilla, donde el “punk medallo” comenzó a germinar y a convertirse en algo importante. La llegada del punk fue una aventura pasajera para algunos, pero un momento decisivo, memorable para muchos de nosotros, en mi caso, uno de los períodos más felices de mi vida. De ahí en adelante la música fue la mejor fuente de amistad que muchos experimentamos. El punk nos permitió conocer gente nueva y escuchar todo tipo de opiniones, se convirtió en mi camino hacia la música. Nunca antes había estado con un grupo de personas como estas. Su energía era contagiosa. No importaba quiénes eran las personas con las que compartíamos, de dónde procedían o cuáles eran sus apariencias, solo importaba el sonido que se estaba reproduciendo en los bafles de nuestras grabadoras y que nos había unido. El punk había despertado algo dentro de nosotros, nos decía que estaba bien ser jóvenes feos, tímidos, extraños, de barrios populares. De hecho, era obligatorio. En aquel entonces ser punk podía ser muy peligroso y elegíamos serlo sin importar las consecuencias, al fin éramos alguien y esta música representaba algo de lo que empezamos a apropiarnos porque nos permitía ser. Fue una auténtica rebelión contra toda autoridad, ya fuera el gobierno, la policía, la religión, la escuela o los padres. Te arriesgabas a que la policía te acosara o te golpeara en casi cualquier lugar al que fueras, así como a pelearte con completos desconocidos solo porque no les gustaba tu aspecto. Fue poderoso, el portavoz perfecto para un segmento de la juventud que no tenía representación social, política o comunitaria.
Jhonatan Macías Torres (Poeta, gestor cultural, corrector de estilo)
Y hay días en que somos tan frágiles. La imagen que nos anuncia lo que seremos; esos viejos que se saludan mientras van por la calle de un afán a otro, de una ocupación a otra. Santo Domingo parece un pueblo en ese sentido, todos nos conocemos, o por lo menos nos reconocemos. ¡Dorian!, ¿Bien o no?, ¡Marina!, ¡mijo, cuándo nos vemos y nos tomamos un cafecito!, vos siempre de afán, hágale que vamos cuadrando, vos si no cambias, créame, escríbame, hágale, se cuida.
Corremos apresurados a tomar el primer bus que nos lleve al trabajo con una velocidad increíble. Soy de esos atrevidos que se levantan a las 4:40 a.m. a ir a estudiar, luego a trabajar y se atreven aún a decir que tienen vida social. La rutina empieza de noche y entre todo esto busco detenerme, mirar al otro.
Madrugar para viajar, entre la multitud, apretones en los buses y filas en el Metro. Toda la semana es un transcurrir de rutina, despertar casi siempre a oscuras, organizarse, salir de prisa, “dejar salir es entrar más fácil”, llegar al destino, intentar concentrarse entre los ruidos de la cabeza y el mundo, buscar en sí mismo un lugar tranquilo. Ritmos, velocidades y silencios.
Calles entrecruzadas, encuentros entre vecinos. Mi barrio lleva el rostro de muchos barrios, el ritmo solo de algunos. Vivo en la periferia nororiental de la ciudad y camino con un cuadernito y un lápiz en el bolsillo. Escritor: practicante del chisme perfecto. Todos vamos hallando la manera de reconocernos y contar los fragmentos y caminar como guardianes de las memorias.
Sábado por la noche. Una cerveza en Mahe Beer, escuchar música y encontrarse sin esperarlo con esos amigos que han quedado desperdigados en algún momento de la vida y de los afanes. Un saludo y saber del otro siempre es bueno.
Escalas, callejones, calles entrecruzadas, encuentros de vecinos. Vivo en la parte del barrio formada por escalas y callejones laberínticos que van regando a su paso casas hechas con los años, el esfuerzo y las palabras. Santo Domingo y los barrios aledaños no son solo eso, caminos intrincados, son historias tejidas.
Llega el domingo. En la mañana, tomar un café amargo con Richard Delgado en el balcón de mi casa. Hablar de los proyectos literarios que cada uno va tejiendo, de la mirada de la ciudad o de los sueños. Mojar y avivar la lengua en cada sorbo. Después de un rato, me organizo y camino hasta la casa de mis padres. Después de muchos años mi padre cogió la maña de las plantas. Con él así se vive el encuentro, en la terraza, alrededor de suculentas, cactus y recuerdos que se riegan con la palabra. Con mi madre, un cafecito dulce y saber en el tono de su voz las noticias familiares.
Caminar. Dirigirse a pie hasta Aranjuez; el Café Kirón, el café de Consuelo o comerse una porción de torta en la Puerta Rosa. Sin ni siquiera salir de este lado de la ciudad. Un llamado a la mirada. Así vivo el barrio, la zona, invitando a Richard o a otro parcero a tomar café y a mirar la ciudad desde el balcón de mi casa. Mucho de lo otro es rutina, un corre, corre. Aún así este lugar también se nombra ciudad. Lo seguimos pensando mientras se camina y se logra, entre el spleen de Medellín.
Marta Quiñonez (Poeta, escritora, docente universitaria)
Llegué a la ciudad de todos los sueños cuando tenía veintiuno años. Vendí mi bicicleta azul y ahorré dinero con un montón de sueños. Llegué a la vieja terminal, un patio empolvado con viejos Willis y los eternos buses de S y G. H. Recuerdo que tomé el de las 10 p.m. con la idea de llegar de día al terminal Norte en Medellín. Tremenda fue mi sorpresa al divisar esas inmensas colinas llenas de casas color ocre -luego supe que esa era la comuna noroccidental de la ciudad-. Hasta hace pocos años, dimensioné una ciudad estratificada en su miseria y esplendor.
Pregunté por Santa Elena, el lugar al que debía llegar, gracias a la ofrenda de Henry, el profe de matemáticas, que amaba el Darién y allí pasaba sus vacaciones de docente. Me indicaron tomar un bus de Rionegro y bajarme en San Ignacio. Al llegar a ese lugar, el frío me hizo tiritar y casi cambiar de opinión. La alegría de Henry al verme me hizo seguir adelante. Luego, encontré viejos conocidos de Urabá, paisas andariegos, como dicen ser ellos. Allí pernocté a lo largo de un año.
Por esas cosas del destino, fui a parar a Castilla. En el barrio me sentí como en un lugar propio, con amigos festivos, artistas, zanqueros, poetas sin pretensiones, estudiantes universitarios, que me recordaban todos los días porqué había venido a la ciudad. Me volvieron los sueños de ir a la universidad, pero la vida, como sabemos, a ratos es puerca. En las calles de Castilla supe que era negra, una paria, una nadie. Cuanto terror se apoderó de mí en aquellos años, pero también una fuerza interior me impulsaba: las palabras comenzaron a descifra una ciudad que se ocultaba en los sueños, una ciudad que me dejaba sin espacios para respirar y creer que todo lo que quería hacer era posible.
Llegó la violencia al barrio, no nos amedrantó. La conversa y una que otra pola mediaban las horas de la noche hasta casi el amanecer. Eramos jóvenes y felices a nuestra medida, todo faltaba y nada hacía falta. Si podía comer comía, si no podía, tomaba agua de la ducha para dormir. De aquellos días, conservo el verso: “un hambre/ que me aruña todo el cuerpo”. Viví en Castilla casi diez años, allí aprendí todo de la ciudad para seguir mis andanzas por otros barrios y territorios. El centro, el parque del Periodista, el cine en Comfama, los recitales de poesía en los bares fueron mi primer asombro con lo que significaba ese asunto de escribir y leerle a otros cosas que sentía tan íntimas, que a nadie le importaría escuchar aquellas palabras organizadas en renglones. En fin, fueron los años maravillosos y, la vida toda, se pintaba en una fiesta. Cuatro años después, pude ingresar a la universidad: fruto de un premio de poesía, tuve dinero para pagar el primer semestre de psicología.