Con el recorrido nuevo y más corto del desfile (medio kilómetro menos que el año pasado), a los silleteros “se les acaba la dicha más rápido”. Así habló Nelson Enrique Zapata, ganador del tercer puesto de la categoría emblemática, y silletero desde hace 20 años.
Dicha. Júbilo. Euforia. ¿Cómo mas explicar la razón del llanto instantáneo de Blanca Rosa Atehortúa cuando escuchó que su silleta había ganado en la categoría emblemática? ¿O la celebración espontánea de ella y tres silleteros más, saltando y llorando, cuando anunciaron que Blanca había ganado también el máximo galardón del evento, y abriría paso al desfile, la primera en recibir los aplausos?
¿Cómo comprender que, aunque tenga 67 años de edad, Ana Rosa Alzate y su familia se trasnochan y trabajan durante días para construir una silleta de 50 kilos que luego ella llevará a la espalda? ¿O que Valentina Silva no anhelara otra cosa más que participar en el Desfile desde que en julio cumpliera los siete años?
Por supuesto, los silleteros tienen una retribución económica. Y en el caso de Ana Rosa hasta hay un contrato de por medio, pues ganó en la categoría de silletas comerciales con una hecha para Pilsen.
Pero es algo más lo que incita a estos hombres y mujeres del campo a dedicarse a la realización de las monumentales obras de arte que luego llevarán en la espalda. Para algunos es tradición. Para otros, simbolismo, espíritu o aprecio por la cultura.
“Un sueño hecho realidad”, dice la silleta de Valentina, y resume su deseo por hacer parte del Desfile. “Quiero cargar la silleta, porque mis papitos y mis abuelitos también cargan, y estoy muy feliz de estar en Medellín”, cuenta la pequeña. Doralba Hincapié, su abuela, añade que a pesar del calor y cansancio, estar ahí es “la felicidad completa”.
La mujer acompaña a Valentina mientras los silleteros se organizan para comenzar. Luego la niña tendrá que bandearse sola, pues Doralba tiene silleta propia para cargar.
“Comencé hace 30 años, cuando heredamos el derecho de silletero de mi papá, pero mi hermano se fue al ejército y no había nadie más para cargar la silleta. Me la dieron a mí y me quedé con ella, eso no lo devuelve uno, es lo que me gusta”, explica.
A Juan Carlos Grajales se le aguaron los ojos cuando escucho que su esposa, Liliana María Alzate, ganó el cuarto puesto de la categoría de silletas tradicionales. Saltó de alegría cuando su hermana María Eugenia quedó como segunda finalista del mismo premio.
Ese indicio de llanto se convirtió en lágrimas cuando supo que él tenía el primer puesto en la misma categoría, esa que representa la versión clásica de las silletas y el antiguo sistema de carga de mercancía.
Minutos después, el llanto de Juan Carlos se hizo colectivo: organizadores, periodistas, otros silleteros. Era difícil no contagiarse de su alegría por haber ganado, al tiempo que explicaba cómo siete años atrás su padre le había heredado el contrato de silletero, diciéndole: “usted es quien será el guiador de las silletas de la finca”.
Agradeció a su familia. Sus hijos le propusieron otra forma, diferente a la tradicional, de hacer los manojos de flores. Grajales cree que eso le ayudó a ganar.
Después se tomó unos minutos para decir: “muchas gracias a ustedes (a la ciudad, a las personas, a quienes solo observamos la tradición), que son muy felices al lado de uno como silletero, y seguro que cada día voy a trabajar mucho más por un aplauso de ustedes”.
Al final, en sus caras y en sus silletas se vislumbran los motivos que impulsan a los silleteros a seguir participando en una tradición que en 2017 cumplirá seis décadas de desfiles en la Feria de las Flores. Es una felicidad contagiosa.