Después de meses de silencio y de una incertidumbre que lo mantenía en vilo hasta escuchar los gallos del amanecer, don Gilberto Torres Muñetón volvió a soltar una sentencia que ha tenido atorada en la garganta desde que salió de su presidio: “No soy ‘el Becerro’, comandante del frente 57 de las Farc. Soy un campesino de El Aro, Ituango, y ese señor es de Icononzo, Tolima”.
Don Gilberto, con ese tono cantado del campesino colombiano, cuenta que sus manos agrestes nunca han empuñado un fusil y solo conocen el callado del arado; y aunque sus pies caminaron las mismas trochas de la guerrilla, lo hizo no para ir al combate sino para recoger el fruto de la tierra que cultiva y sueña volver a sembrar.
Por eso, cuando el pasado 11 de julio la Justicia Especial para la Paz, JEP, lo citó a comparecer por los presuntos vejámenes cometidos por él en Urabá, don Gilberto se terminó el café cerrero sin mencionar palabra alguna y celebró la decisión: “¡Mejor!, de esta forma podré demostrar que lo que hicieron conmigo es un falso positivo judicial y que yo no soy el guerrillero que condenaron a 37 años de cárcel”.
Y así, con la parsimonia que traen los años, y la que construyó en 156 meses de encierro tras ser condenado por la masacre de Bojayá, este labriego vuelve a sentenciar: “Ja, y yo que ni conozco a Urabá”.
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El documento de la JEP conocido por EL COLOMBIANO, cita a Gilberto de Jesús Torres Muñetón a comparecer “por los hechos constitutivos de graves violaciones del Derecho Internacional de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario en la región de Urabá, entre el 1 de enero de 1986 y con anterioridad al 1 de diciembre de 2016”.
El expediente, radicado con número 20193240144833, indica que en los municipios de Turbo, Apartadó, Carepa, Chigorodó, Mutatá y Dabeiba en el departamento de Antioquia; y Carmen del Darién, Riosucio, Ungía y Acandí, en el Chocó, fueron cometidos varios delitos entre los que se cuentan masacres, extorsión, asesinatos, secuestros y reclutamiento de menores de edad.
Por estas acciones, y en razón de que en varios informes de organizaciones sociales, de víctimas, y de la Fiscalía entregados a este tribunal especial, don Gilberto y otros 145 guerrilleros fueron señalados como presuntos responsables de los hechos, la JEP especificó que los llamados “pueden darse por la relación específica con hechos ocurridos en municipios priorizados en las que el compareciente figura como presunto responsable”.
Aun así, don Gilberto insiste que ni en el Chocó ni en el Urabá antioqueño conocen sus pasos, ni siquiera cuando su familia se vino a Medellín y él se quedó solo en su finca en Ituango lidiando con los afanes que le asignaba la guerrilla, y con las normas que le imponían los paramilitares que, tiempo después, lo obligaron a salir de su parcela.
Consultada la JEP sobre el llamado del campesino a comparecer, pese a que el labriego insiste en que no es el guerrillero con el que lo confunden por su nombre, desde esta justicia transicional respondieron que el caso está en la sección de revisión.
“Él había sido condenado por la Corte Suprema de Justicia por la masacre de Bojayá y había pedido la revisión de su caso ante ese alto tribunal. Cuando la Suprema estaba en esas entró a operar la Justicia Especial y le mandó el caso a la JEP y ahora se está analizando. Así va el caso”, respondieron desde la JEP.
El asunto del que se le acusa
El 2 de mayo de 2002, en el momento en el que un cilindro cargado de explosivos lanzado por las Farc entraba por el techo de la iglesia San Pablo Apóstol, en Bojayá, rebotaba en el altar y estallaba en el aire causándole la muerte a 98 personas, según registros del Centro Nacional de Memoria Histórica, don Gilberto se encontraba junto a su hijo Alexander atendiendo una tienda que para ese entonces tenía en el barrio Castilla, en Medellín.
Había llegado a ese suburbio días antes para terminar de instalar a su familia y luego regresar a su parcela, en Ituango. Los viajes se hicieron frecuentes. Entre la finca y Medellín transcurrieron dos años de vida de este labriego de figura menuda y baja estatura, y en ese tiempo fue buscado por las autoridades acusado del ser “el Becerro”, jefe del frente 57 de las Farc sobre quien recaía la responsabilidad de haber ordenado disparar el cilindro bomba en la población de Bojayá.
El 8 de diciembre de 2004, mientras celebrara el cumpleaños de su hijo Alexander en Castilla, un escuadrón especial de hombres de la Policía y el Ejército arribó a la vivienda y lo capturó, sindicándolo de ser el jefe subversivo. Ese día comenzó su suplicio, “y una larga batalla por demostrar que no soy quien dicen que soy”.
En los tres únicos cuadernos del proceso que reposan en el Juzgado Segundo de Ejecución de Penas y Seguridad de Tunja (causa: 2005-00106-00), se indica que el 13 de octubre de 2006, Gilberto de Jesús Torres Muñetón fue sentenciado a 37 años y seis meses de prisión, y una multa de 1.734 millones de pesos, “al declararlo responsable a título de coautor de los delitos de homicidio en persona protegida, rebelión, utilización de métodos y medios de guerra ilícitos, actos de terrorismo, destrucción de lugares de culto y destrucción de bienes de instalaciones de carácter sanitario, por hechos ocurridos los días 1 y 2 de mayo de 2002, en Bellavista-Bojayá, Chocó”.
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Como sucede con todos los presos, los días en la cárcel para don Gilberto se hicieron interminables. Por su celda aparecieron abogados, fiscales y hasta periodistas para constatar que este “Becerro”, el que tenían encerrado, no tenía relación con el que continuaba vivo en las selvas de Chocó. En esas pesquisas solo los abogados y periodistas lograron notar que lo único que tenían en común don Gilberto y el comandante guerrillero, era la desgracia del mismo nombre y unos aros de plata que le enmarcaban a ambos sus dientes, porque su contextura delgada no congeniaba con la gruesa y morena de aquel comandante que logró escabullírsele en la espesa manigua chocoana más de una vez a las autoridades.
Esas largas horas tras barrotes y celdas grises, don Gilberto las dedicó a recolectar pruebas y coleccionar recortes de periódicos que gritaban a Colombia que un hombre humilde de Ituango se consumía en la cárcel. Entre pedazos de hojas de diario guarda uno que le abrió la esperanza de salir libre: el 9 de marzo de 2015, en una operación conjunta entre la Policía y el Ejército, en el río Opogadó, Chocó, cayó abatido “el Becerro”.
La muerte de este histórico de las Farc, con 36 años de militancia en el grupo guerrillero, fue anunciada como un trofeo de guerra por el entonces jefe de las Fuerzas Militares, el general Juan Pablo Rodríguez Barragán, y quedó certificada en la partida de defunción 81492889-2 del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE). Cinco días después, un hermano del abatido jefe guerrillero reclamó el cadáver.
“Nuestras Fuerzas Militares, en coordinación con la Policía, dieron otro duro golpe al narcotráfico con la muerte en combate de alias ‘el Becerro’ comandante del frente 57 de las Farc y uno de los principales narcotraficantes del noroccidente colombiano”, dijo en aquel entonces el alto mando militar.
Ni esta muerte ni la certificación (radicado 2162) a la que tuvo acceso EL COLOMBIANO, firmada por el Fiscal 22 de derechos Humanos, Gonzalo Alirio González Gómez el 14 de mayo de 2015, en la que se logra leer: “...para este despacho estos medios de prueba demuestran que Gilberto de Jesús Torres Muñetón no es el mismo comandante del frente 57 de las Farc...”, lograron sacarlo de la cárcel, por el contrario, su angustia se incrementó y pasó 13 años encerrado, degustando el sabor amargo de una condena que, asegura, no tenía qué pagar.
El 26 de octubre de 2017, don Gilberto sintió que el aire de la libertad le entró como una bocanada fría a los pulmones y le heló los huesos. Ese día empacó sus recortes en una caja de cartón que le entregó su abogado, pasó las cuatro puertas de seguridad, se despidió de los guardianes y ya libre, en la autopista que comunica a Tunja y Paipa, en Boyacá, pensó en cómo reconstruir esa nueva vida que le tocaría empezar.
Salió de prisión por la amnistía pactada en La Habana para todos aquellos que hubieran empuñado las armas, pero no porque la justicia hubiera reconocido que él no es “el Becerro”, como lo certificó el ente investigador.