En media página de este diario fue publicado el 10 de marzo de 1990 el Acuerdo de Paz entre el Gobierno de Virgilio Barco y la guerrilla Movimiento 19 de abril, conocida comúnmente como el M-19. Sí, leyó bien: en media página quedó la historia.
“En realidad fue un acuerdo muy sencillo, muy escueto, porque sabíamos que las grandes transformaciones llegarían después”, anota el exmilitante de esa guerrilla, Luis Guillermo Pardo, quien ha sido en estas tres décadas consejero de paz, asesor político, y presidente de C3, una ONG dedicada al estudio del conflicto urbano en Medellín.
Las cosas eran más sencillas que ahora, recuerda el senador Antonio Navarro, quien rubricó el acuerdo por el “eme”: “Lo importante entonces era el desarme, el indulto y la participación política y todo podía darse en un solo día”.
Eran tiempos en los que no existía el Estatuto de Roma que obliga a impartir justicia, ni se habían reivindicado los derechos de las víctimas a la verdad, la reparación y a las garantías de no repetición.
Entonces, después de un año de negociaciones y una tregua que duró el mismo tiempo, ambas partes, apoyadas por representantes de los partidos políticos Conservador y Liberal, acordaron crear comisiones para revisar temas profundos, con miras a una Asamblea Nacional Constituyente.
En ella debían tratarse estos asuntos: la administración de justicia, el narcotráfico, la reforma electoral, las inversiones públicas en zonas de conflicto y, por supuesto, la paz, el orden público y la normalización de la vida ciudadana.
Una vez acordados esos puntos, tras una previa concentración de los guerrilleros, el 8 de marzo de 1990 uno a uno fueron dejando sus armas en El Vergel (Huila), Santo Domingo y Caloto (Cauca).
Cuando estuvieron todas las armas sobre la mesa tendida con la bandera de Colombia, Carlos Pizarro, el máximo comandante de esa insurgencia, sacó su pistola del cinto y la puso encima. “Hemos realizado el acto de dejación total de las armas. Hemos cumplido”, dijo. El pacto estaba hecho, ya no había marcha atrás.
“Aquí hay hombres que durante muchísimos años han empuñado las armas del M-19, y que hoy las dejan por la paz de Colombia, la dignidad y la democracia de este país, por abrirle a Colombia un horizonte y porque tengamos una patria más cercana para todos”, recalcó Pizarro.
Al día siguiente, en el Palacio de Nariño, ambas partes firmaron el primer Acuerdo de Paz en Colombia y abrieron las puertas para que otras insurgencias cruzaran por esa misma senda.
“Hoy podemos abrigar ilusiones ciertas respecto a que la sensatez y la generosidad se impondrán a la intransigencia y radicalismo. De que en un futuro cercano las ideas políticas no serán causa de muerte entre los colombianos”, decía el documento rubricado.
Una lección para el país
“Con esta experiencia aprendimos que sí se puede hacer un proceso de paz negociado, que es el camino, que el cambio que la sociedad colombiana necesita se debe lograr ganando las elecciones y no con un alzamiento armado que no tiene futuro y no genera ningún beneficio al país”, dice ahora Navarro.
Y es que después de firmar ese acuerdo, rápidamente el Gobierno llegó a pactos con el Quintín Lame, el Ejército Popular de Liberación y el Partido Revolucionario de los Trabajadores, quienes lograron asientos en la Asamblea Nacional Constituyente que construyó la Carta Magna, vigente aún 29 años después. “Fue el mejor regalo que le pudimos haber dejado al país”, dice Luis Guillermo Pardo.
Todo el proceso con el “eme” fue de grandes lecciones para el país: primero, como lo afirma el exministro Rafael Pardo, quien para la época era consejero de paz, “entendimos que debía acordarse un cese el fuego que permitiera negociar, lograr la concentración de las fuerzas y entregar todas las gestiones a una sola persona del Gobierno”. Para ese entonces todo recaía sobre él.
Pero también fue ir arando sobre la tierra arrasada que había dejado el conflicto después del fracaso en los diálogos de paz durante el Gobierno de Belisario Betancur, a quien se le reconoce por ser el primer mandatario en sembrar la semilla del diálogo como mecanismo para finalizar conflictos.
“Era un momento en el que había unanimidad acerca del fracaso del uso de la fuerza. Todos estábamos de acuerdo en que era necesario negociar la paz y abrirles camino a otros procesos”, cuenta Navarro.
Ese impulso llegó a hacerlos superar la mayor dificultad posible. El 26 de abril de 1990 Carlos Pizarro fue asesinado por el Cartel de Medellín, que ya había cegado la vida de otros candidatos presidenciales: Luis Carlos Galán (Partido Liberal) y Bernardo Jaramillo Ossa (Unión Patriótica).
En la noche, el mismo día que mataron a Pizarro, los excomandantes del M-19 se reunieron para tomar decisiones. “Fue una lesión al proceso de paz, el cartel de Medellín estaba matando a aspirantes presidenciales. ¿Qué hicimos? Cumplir la palabra, por eso el eslogan del partido era ‘Palabra que sí’”, dice Navarro.
Tiempo después se dio la Constituyente y el Partido Alianza M-19, nacido de la desmovilización del M-19, logró escaños en el Congreso y en autoridades regionales. Nunca volvieron a la guerra.
Pero hoy el país se enfrenta a una situación diferente. El Acuerdo con las Farc no logró la legitimidad después del No en el plebiscito y su implementación parece desmoronarse ante el asesinato de los excombatientes, que ya ha cobrado la vida de 200 de ellos.
“Lo que sí deberíamos haber aprendido es la necesidad de proteger y de blindar los acuerdos y rechazar de manera contundente los asesinatos, como el de mi padre, como los que están viviendo hoy”, lamenta María José Pizarro, hija del excomandate Carlos Pizarro.