Antes de ser el río al que deforman mientras le arrancan el oro de las entrañas con toda la avaricia de la que es capaz el ser humano; antes de que los letales venenos vertidos por toneladas se mezclen con sus aguas; antes de ser un cementerio que borra las huellas de los desaparecidos; antes de negarse a dejar de ser, aun en su agonía, la fuente de sustento de cientos de comunidades ribereñas, de entregar bocacachicos y bagres y dejarse navegar noblemente, el río Nechí hace un truco fascinante en el que reafirma su majestuosidad, también su misterio y su riqueza que no tiene nada que ver con el oro.
El Nechí nace en los Llanos de Cuivá a 2.730 metros sobre el nivel del mar, y desciende calmo y frío rodeado de vacas abrigadas y soñolientas, cultivos de papas, frailejones y uchuvas a lo largo de sus primeros veintitantos kilómetros. Llega a la vereda Mallarino, en Yarumal, y entonces ocurre: sus aguas vigorosas y de un amarillo pálido se encuentran con un laberinto intempestivo de rocas. En unos segundos deja de ser río, corre todavía como venas que intentan unirse. Luego el agua parece aquietarse. Y después, simplemente, deja de estar: no se ve, ni se escucha.
Lea: ¿Un geoparque Unesco en el Suroeste antioqueño? Esta es la iniciativa que busca lograrlo
En un tramo de poco menos de un kilómetro lo que debería ser un río descendiendo temerario por una zona pendiente buscando tierras planas hacia el Bajo Cauca, se convierte en un lecho de rocas, y no rocas cualesquiera. Monstruos ovalados y otros filosos, colonizadas por millones de líquenes (ese paciente matrimonio de hongos y algas), la mayoría blanquecinas, pero también negras; cientos de miles de rocas unidas en un meticuloso rompecabezas en el que no sobra ninguna ni hace falta alguna; casi todas más grandes que cualquier figura humana.
En algunos resquicios de ese trayecto, cuando la cadena de piedras monumentales descansa algunos metros, se pueden ver pequeños charcos de una profundidad indescifrable alternados por un colchón viscoso de arena de un amarillo intenso, colmada de grandes láminas de pirita, el oro de los tontos.
Andar el curso que debería seguir el agua, remontando rocas, descifrando la combinación de pasos correctos para continuar el trayecto y no quedar estancado en ese río de piedras es extraño, es abrumador también. Al final, el Nechí confluye otra vez. Se sacude para abrirse lentamente en pequeños meandros y playas.
Los yarumaleños bautizaron ese trayecto como Puente Piedra, y aseguran con orgullo que es, probablemente, uno de los pocos lugares en el mundo donde un conjunto de rocas forma sin ninguna intervención humana un completo cruce sobre un río.
Lo que es más seguro es que la mayoría de los antioqueños desconocen ese lugar. Y no es por recelo de los yarumaleños. Al contrario, en los últimos años han querido con generosidad mostrar esa maravilla geológica. Tal vez ha sido más por azar que hoy sea un lugar ignoto, en el que ni siquiera los investigadores han puesto sus ojos.
Desde niños, a los yarumaleños les ha bastado con una explicación sencilla y heredada: el río sigue su camino bajo tierra y de la profundidad de las cuevas y espacios entre las piedras es mejor no hacer cálculos pero sí andarse con cuidado.
Wilfredo Álvarez ha vivido toda su vida al lado de Puente Piedra, del costado de la vereda Mallarino (por la otra orilla se ingresa desde Chorros Blancos en una travesía más compleja). Mientras recoge café en un pequeño cultivo morro abajo de su hogar, recuerda que de niños acostumbraban a bañarse en un pequeño charco formado entre cuatro de las piedras más grandes. Eran baños entre aguas claras que alternaban con jugarretas en la enorme cueva contigua que fue lugar sagrado de ceremonias y entierros indígenas.
Alguna vez, dice, llegaron unas personas supuestamente a hacer estudios de ese fenómeno para hacer quién sabe qué construcción, pero nunca más volvieron a saber de eso. Ni siquiera hay quien se haya atrevido a buscar oro allí. Y mejor así, dicen él y su papá don José, quienes entre la brega diaria entre el platanal familiar y palos de café, gozan con la presencia invisible del Nechí y de la calurosa compañía de familias y grupos de caminantes que se juntan los fines de semana a disfrutar del fiambre en la orilla o sobre las piedras.
Lea: Pueblo de Antioquia publicó primer diccionario de petroglifos para ‘conversar’ con ancestros de hace 1.500 años
En todo caso, para mostrarlo como es en realidad, hay que contradecir un poco su remoquete. No es estrictamente un puente. ¿Qué es entonces?
Buscándole nombre al fenómeno
A finales de abril pasado comenzó a circular en redes sociales la historia sobre un falso río subterráneo en Antioquia, el más extenso del mundo, 400 kilómetros de un colosal río oculto bajo tierra antioqueña que redefinía los conocimientos sobre ecosistemas subterráneos y el recurso hídrico del planeta.
Al principio fue solo un vulgar contenido más en el vertedero de fake news en internet. Pero cogió tal vuelo que, acertadamente, desde el Servicio Geológico Colombiano y científicos de diversos campos decidieron atajar la desinformación y unirse en una campaña de contrapeso para explicar de manera pedagógica la riqueza hídrica y geológica del país aclarando conceptos sobre cómo funcionan las aguas subterráneas, cómo se forman sistemas cavernosos, los cañones, sus diferencias y cuáles realmente tiene el país. Mejor dicho, desatando el enredo que maliciosamente la publicación armó y que incluso puso en alerta a comunidades en Támesis y Urrao, ante la posibilidad de que miles de personas terminaran llegando hasta allí buscando lugares falsos, poniendo en riesgo sitios como el organal de San Antonio, en Támesis, que, efectivamente, es una excepcional formación geológica, pero además integra un rico y frágil corredor arqueológico del Suroeste.
Lea: ¿De dónde salió la historia del monstruoso río subterráneo en Antioquia, y a quién le interesa difundirla?
Contenida con evidencia y pedagogía tan dañina historia sobre el falso río subterráneo, llegaron por esos días a EL COLOMBIANO algunos comentarios que referían una extraña formación en Yarumal, de la que no parecía haber información que la explicase y que, siendo tan singular y fascinante, tenía todo el potencial para ayudar en esa tarea (tan incipiente todavía) de masificar el conocimiento entre la gente de a pie sobre la abundante riqueza geológica de Colombia.
Puestos en esa tarea, varios de los principales expertos en diversos campos de la geología y la hidrogeología se mostraron sorprendidos por la existencia de esta formación.
José Humberto Caballero, ingeniero Geólogo y una de las principales autoridades en paisaje y geomorfología, despejó la duda principal. Puente Piedra es en realidad un organal.
El término organal, explica el profesor jubilado de la Universidad Nacional, es un patrimonio montañero. Un remoquete de origen campesino que sirvió para nombrar unos rasgos geomorfológicos que fueron descritos por el profesor Gerardo Botero en la década de 1960. Se relaciona con la forma en que meteoriza la roca cuarzo diorita que conforma la unidad conocida como batolito antioqueño (denominada así por el mismo profesor Botero). Y, por supuesto, no se puede mencionar al batolito y pasar de largo. El batolito antioqueño es una unidad de roca que cubre 7.800 kilómetros cuadrados. Se formó entre hace 90 y 60 millones de años. Todavía estaban vivos los dinosaurios. Un trozo descomunal de corteza terrestre, que la ciencia llamó placa tectónica Farallón, se incrustó debajo de la placa Suramericana. El resultado de ese choque que ocurrió a 150 kilómetros de profundidad (equivalente a 17 Everest de la superficie hacia abajo), liberó calor y el vapor del agua y fundió roca sin misericordia hasta que resultó una materia viscosa y espesa, el magma, que se enquistó en la corteza y cuando enfrió formó el batolito, la enorme unidad en forma de trapezoide con sus famosas protuberancias como la piedra del Peñol y todos los peñones más o menos reconocidos: el de Entrerríos, el Marial, en fin.
Entonces, la meteorizacion de la roca, mejor dicho su descomposición, da origen a bloques redondeados que luego son destapados por la erosión. Estos bloques, detalla el profesor Caballero, con el tiempo “ruedan” y se acumulan en la cuenca. A la forma que arman se le conoce como organal. Después de esa caída y acumulación de roca por efecto de la gravedad, que se da particularmente en depresiones, el agua que baja de la ladera sigue circulando, como si estuviera resguardada por esos bloques de roca apeñuscados. A veces, cuando los espacios que se forman entre esos bloques son suficientemente grandes, es posible que las personas caminen por debajo viendo aparecer y desaparecer el riachuelo como si anduvieran en una cueva (como el San Antonio) Pero dista de ser una cueva.
Y esta aclaración es fundamental para conocer y disfrutar mejor la riqueza geológica de Antioquia. Según la explicación de la geóloga Natalia Uasapud Rodríguez, doctora en recursos hidráulicos y quien conoce como pocos sobre cavernas en el departamento, un organal es diferente a los sistemas cavernosos, como los kársticos, porque estos últimos están formados por rocas solubles a causa de la erosión del agua a través de cientos de miles de años. En su interior, que es muchísimo más amplio y profundo que los espacios de los organales, albergan ornamentaciones como estalagmitas o estalactitas, que producen esos paisajes que semejan otros mundos y moldean, por ejemplo, las famosas cavernas de Río Claro, entre el Oriente Antioqueño y el Magdalena Medio. Y las del Nus y Maceo.
Recuperar una riqueza que hoy es invisible
Que muchos hoy al abrir el periódico se enteren de que Antioquia tiene un enorme organal diferente al famoso San Antonio no es de extrañar. Dicho sea de paso, el inventario de organales en el departamento es generoso, incluyendo el de Carolina del Príncipe; el del río Mocorongo, en Donmatías; el del Indio, en Gómez Plata (donde se halló un enorme nicho de herramientas de piedra prehistóricas); y los de Titiribí y Venecia (también resguardo de vasijas y otras piezas de gran riqueza arqueológica).
El reconocido investigador de la Facultad de Minas de la U. Nacional sede Medellín, Luis Hernán Sánchez Arredondo, está convencido de que un factor determinante en el hecho de que Colombia subestime en gran medida el potencial de su geodiversidad es la poca apropiación social del conocimiento geocientífico.
De ahí la paradoja de que a pesar de tener sitios con características geológicas únicas y raras o difíciles de hallar en otros lugares del planeta, Colombia no tenga ni un solo geoparque, mientras que su vecino Ecuador tiene tres y Brasil, seis que integran la red de lugares que custodia la Unesco por su valor científico, su belleza paisajística, geológica, arqueológica y porque conservan huellas de la relación de los seres humanos con la naturaleza desde de cientos y miles de años.
El geoturismo, que es mucho más que guiar por una cueva a un grupo de personas ávidas de una buena foto y una experiencia curiosa –que es formación de comunidades, investigación, rescate y recuperación de sitios, divulgación científica, entre otras cosas– es un negocio que deja a los países que integran dicha red de la Unesco 100 mil millones de dólares al año.
Pero, más allá del beneficio material, está el patrimonial, recuperar y conservar lo que es propio. Hace más de 100 años, en medio de la colonización de las multinacionales extranjeras que llegaron desde finales del siglo XIX a repartirse el oro del río Nechí, una colección de piezas y adornos de oro puro única en el mundo fabricada por los pueblos indígenas asentados en esta cuenca terminaron en manos del Museo de Historia Natural de Chicago. Un expolio inadmisible, no por lo que vale el oro sino por las huellas que se pierden.
Hoy, otro tipo de pérdida sigue en curso, no por el expolio extranjero sino por el desconocimiento. En el Oriente antioqueño, por ejemplo, un sistema kárstico de 130 kilómetros cuadrados; con 44 cavernas y 21 sitios de interés arqueológico, conserva rastros del surgimiento de Suramérica y trazos palpables de los primeros pobladores de lo que hoy es Colombia, que pueden datar de hace más de 25.000 años. Todo ese patrimonio cultural, arqueológico y antropológico que tiene Antioquia, ligado a los largos y fascinantes procesos planetarios, se difumina entre la falta de financiación para investigación, la falta de divulgación de conocimiento y la falta de interés de la ciudadanía. Si se supera el afán de chulear sitios para la colección de fotos, hay una vastedad por descubrir en lugares como el organal de Puente Piedra. Hay que abrir los ojos y poner cuidado.