En una fotografía vieja, conservada en documentos históricos del municipio de Itagüí, algunos hombres que dieron origen a las casas del Valle de Aburrá a punta de ladrillo descansan a las afueras de los antiguos hornos del Galpón Medellín. Ahí están sus bóvedas: techadas, con la chimenea que sube hasta casi tocar el cielo.
Fue hace nueve décadas, en la época de su bonanza. Todo estuvo ahí a la mano y partió del suelo, de la arcilla, primer lenguaje común para construir una casa y que salió de las tierras arenosas antioqueñas, fértiles en limo.
La postal es de 1930. Los trabajadores, con sombrero y ruana, descansaban a la hora del desayuno. Adentro, en las cámaras de cocción, a fuego continuo, los dos hornos de Itagüí convertían, una y otra vez, la arcilla en ladrillo. Y los ladrillos construían la civilización que luego sería el Área Metropolitana.
De estos dos hornos hoy apenas quedan pocas columnas en pie. Acaban de ser destechados, separados de sus piezas fundamentales. Son tipo Hoffman, con estructura circular y varias cámaras, así se lograba uno de los primeros métodos de la industria ladrillera para moldear la tierra.
En el predio, en el que hoy están ubicados, la empresa local Conconcreto adelanta, desde 2016, un plan urbanístico que, incluso, lleva por nombre “PUG Las Chimeneas”. Allí se hará una urbanización multifamiliar de cuatro torres, cada una con 26 pisos. Serán tres unidades de vivienda y un proyecto comercial, con una capacidad para 4.900 personas. El cronograma de obra se extendería hasta 2023.
Hace una semana empezó la demolición de los hornos. La compañía dice que, “por el estado de su estructura, presentan amenaza de ruina inminente”. La Alcaldía de Itagüí añade, por su parte, que el proceso de restaurarlos íntegramente es muy costoso, puede llegar a los $30.000 millones. Así que la opción del alcalde, tras derribarlos, es instalar en su lugar un monumento a su memoria.
Conconcreto le indicó a EL COLOMBIANO, en un comunicado, que ha sido claro en manifestar “el alto grado de deterioro y riesgo de colapso del bien y la cuantiosa intervención que requeriría su conservación; sin embargo, ninguna de las entidades interesadas en su declaratoria como patrimonio ha dispuesto recursos para el efecto o ha señalado su interés en hacerlo”.
El permiso para la demolición fue entregado por la Curaduría Urbana Segunda de Itagüí , en su Resolución No. 0040 del 07 de febrero de 2020. En este documento, la Curaduría enfatizó en que la vigilancia, control y recibo de las obras de demolición estará a cargo de la Administración Municipal.
Sin embargo, como si se tratara de un ser querido, cuya vida está a punto de terminar, los hornos recibieron al menos una decena de cartas y mensajes de respaldo, provenientes de amigos y entidades culturales que pedían su conservación. Escribió el Museo de Antioquia, que se refirió a estas estructuras como “referentes de la memoria industrial de la región por su riqueza arquitectónica”. La Fundación Ferrocarriles de Antioquia y el Instituto de Patrimonio y Cultura llamaron a “buscar una manera creativa de integrarlos a la propuesta urbanística del proyecto”.
“Hoy sabemos que, desde un punto de vista legal, Conconcreto cuenta con los permisos para demoler los hornos. Más allá de los aspectos legales, es imposible desconocer y soslayar el valor patrimonial de los mismos”, apuntan ambas entidades en su manifiesto.
Monika Therrien, de la Fundación Erigaie, especializada en patrimonio cultural, relata que “los hornos hoffman lograron hacer asequibles más productos a más personas (...) destruirlos es la contribución a obliterar las huellas que hoy dan sentido a profesiones como la ingeniería” (ver textualmente).
La Sociedad Colombiana de Arquitectos insistió “en la necesidad de parar la demolición”. Sus pares, de la Sociedad Antioqueña de Ingenieros, se sumaron llamando a su recuperación y diciendo que “vale la pena contar con elementos urbanos que permitan a los ciudadanos sentir orgullo de sus tradiciones”.
El eco, según los expertos, no es menor: hay que decir que la historia que allí se escribió es la de la arqueología industrial del Aburrá. Este es el relato del trabajo de los antepasados, de cada teja y ladrillo que pusieron en nombre de fundar un hogar.
La tierra de colores
Alberto Escovar Wilson-White es director de Patrimonio y Memoria del Ministerio de Cultura. Desde el inicio del plan urbanístico, envió tres misivas a la constructora y a la Alcaldía insistiendo sobre la importancia de los hornos, que a pesar de su relevancia nunca fueron incluidos dentro de los inventarios de patrimonio cultural del Plan de Ordenamiento Territorial de Itagüí. La última de estas cartas la envió cuando ya había iniciado el derribamiento, el 11 de junio de 2020: “Reiteramos el llamado efectuado en diciembre pasado para que se reconsidere dentro de la propuesta arquitectónica y urbanística el mantenimiento de los hornos”
La historia vital de estas estructuras, según la investigación “Patrimonio urbanístico y arquitectónico del Valle de Aburrá”, del Área Metropolitana, comienza alrededor de la segunda década del siglo XX. La ladrillera en la que están instalados, ahora a punto de caer, tenía por nombre Galpón Medellín y, para 1952, tenía capacidad de producir hasta 6.000 adobes por día con 70 trabajadores.
No estaban solos, por esa época unos 25 tejares compartían la zona aledaña a los hornos hoffman. Tenían experiencia: sus ancestros desde 1770 aprendieron a cocinar los recursos del suelo y, como “escasa era la piedra, se amasaron y cocieron las inagotables arcillas de varios colores”.
En un documento denominado Plan Especial de Manejo y Protección de Bienes de Interés Cultural de Itagüí, fechado para 2012, el estudio menciona que estas chimeneas, en su conjunto, son “un referente de la memoria de la industria alfarera local, cuya antigüedad se remonta al período prehispánico documentado por abundantes datos e informes de la arqueología regional”.
La condición industrial del municipio, apunta el estudio, “tiene en estas estructuras una prueba histórica vigente de los antecedentes de la modernización y de su contribución al desarrollo urbano regional en el área metropolitana”.
Sin embargo, dice Escovar, la mirada sobre la urgencia de proteger el patrimonio industrial quizás ha sido tardía, fue una reflexión que empezó desde finales del siglo pasado con el reconocimiento de las estaciones de ferrocarril, las vías de las locomotoras, pero aún cosas pendientes y por fuera. Un poco relegadas, quizás, como los hornos de cocción. En algunas regiones como Subachoque, en Cundinamarca, se hizo una plaza de toros en la antigua ferrería, donde se fundía el acero. Allá se mantuvieron las chimeneas.
“Ahora que los proyectos urbanísticos quieren ser especiales, el patrimonio es un buen pretexto para diferenciarse. Cuántas urbanizaciones podrían darse el lujo de tener una chimenea de más de 100 años”, dice.
Víctor Aristizábal Gil, director de la Asociación de Ladrilleros Unidos de Antioquia (Lunsa), cuenta que el reconocimiento de estas antiguas industrias quedó reflejado en una ciudad en la que el ladrillo está y se ve en todas las esquinas. Según los estudios de la agremiación, el 60% de las edificaciones del Valle de Aburrá utilizan el ladrillo en sus fachadas. Una de las construcciones más simbólicas con adobe a la vista es la Catedral Metropolitana, en el Parque Bolívar, Centro de Medellín.
“Cuando se resolvió construirla no teníamos fábricas importantes de ladrillo y, para finales de siglo XIX, la familia Ospina montó una ladrillera donde hoy es el Centro Comercial San Diego, que conserva la chimenea”. Así arribaron, entonces, las máquinas, se instalaron tejares y ladrilleras como la de Itagüí y también desde Girardota, Bello y Belén.
A pesar de eso, Aristizábal no se pone nostálgico. Los hornos, añade, ya cumplieron su función. La historia, para él, la hicieron los trabajadores. “Las herramientas y equipos pasan, la reconversión tecnológica nunca termina, pero la memoria es de las personas que fueron las capaces de transformar la naturaleza”.
Resignificar la mirada
“Estamos hechos de ladrillo”, apunta Evelyn Patiño, quien es arquitecta restauradora y excoordinadora de Patrimonio de Planeación Municipal de Medellín. Desde La Guajira hasta Leticia hay chircales o ladrilleras en procesos industriales o artesanales. La técnica, explica Patiño, es un oficio patrimonio. Reconoce a los habitantes del país como constructores de sus ciudades.
“Siempre que lleguemos a un lote hay que leer, estudiar lo que existe. No entiendo es por qué tendemos a empezar de cero. Vemos todo como si fueran lotes vacíos, como si no hubiera nada más”, explica.
Más allá de la gran importancia de los hornos, que da pistas sobre la creación de las ciudades, para Patiño esta es una oportunidad para hablar de refuncionalización o la rehabilitación de los espacios.
Se ha logrado con éxito en Europa, en los museos, centros culturales, teatros, cinemas. Ocurrió en el complejo industrial de la mina de carbón de Zollverein, en Essen (Alemania), convertida en parque. La estación del Ferrocarril de París, ahora es el conocido Museo de Orsay. En Argentina, Puerto Madero, antes una bodega de desembarque de mercancía, fue convertido en locales comerciales. En el Museo del Ladrillo de este mismo país hay una sala entera dedicada al horno hoffman y sus chimeneas.
En Medellín ya hay varios antecedentes. La fachada de los antiguos Talleres Robledo, por ejemplo, fue incorporada en su momento al MAMM Museo de Arte Moderno.
Uno de estos relatos locales de reincorporación de los bienes industriales en Antioquia lo cuenta la arquitecta Ana Elvira Vélez. En 2005, junto a su equipo de profesionales, Vélez culminó en el centro de Medellín el proyecto “Patio de la Chimenea”, ubicado en cuatro manzanas antes destinadas a Coltejer. Allí, fiel al nombre del proyecto, se conserva la antigua chimenea de la fábrica, con un solo acceso desde la calle Colombia. Es una urbanización de 64 viviendas y cinco pisos.
En este trabajo vieron varios referentes internacionales, como una biblioteca en Barcelona que dejaba también la chimenea a la vista. Vélez comenta que la chimenea del centro de Medellín, herencia de Fabricato, nunca estorbó, nunca fue una extraña, “porque le queríamos dar, aunque era un proyecto de vivienda, el valor que ya tenía como un antiguo espacio de producción textilera. Tratamos de leer esas particularidades. Y la chimenea, además, es bellísima”.
Para la arquitecta, el uso del material y la forma en cómo se utiliza en la construcción habla de las sociedad. En otras partes del mundo no construyen en adobe sino en bloques de concreto, porque está la piedra caliza que así lo hace más eficiente.
Por eso, dice Vélez, como ocurrió en Patio de Las Chimeneas, el urbanismo debe partir de las huellas de un lugar. Estos sitios transmiten una información física, cultural y humana. Si en un lote hay un camino, ese es un trazo de los habitantes que han usado el espacio. Cuando se trata de quiénes poblaron antes el Aburrá, el ladrillo es una carta de presentación.
Así que, coinciden los expertos, poner la mirada sobre los sitios en los que se cocieron los adobes, como los hornos de Itagüí que pronto quedarán solo en fotografías, es volver a los planos de una ciudad que supo construirse a sí misma.