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En Junín sobrevive la última sala de bingo de Medellín

En este punto sobrevive el último bingo de la ciudad. Historia de esta callejuela a la luz del juego de azar.

  • Centrobingo, en la calle Junín, es la última sala que queda en Medellín para este juego, según Coljuegos. FOTOS Camilo suárez
    Centrobingo, en la calle Junín, es la última sala que queda en Medellín para este juego, según Coljuegos. FOTOS Camilo suárez
  • Según los administradores del lugar, el 90 % de sus clientes actuales son mayores de 60 años.
    Según los administradores del lugar, el 90 % de sus clientes actuales son mayores de 60 años.
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22 de marzo de 2021
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La estrechez de lo que fue un camino destapado, que tras crecer olvidó su nombre originario, no menguó el impulso de dos avezados negociantes. En 1996, Jairo López y Guillermo López dejaron el Eje Cafetero y se abocaron a cruzar las tierras que baña el Cauca, entre Antioquia y Risaralda, para llegar a Medellín. En sus bolsillos viajaba la suerte y en sus mentes estaba Junín. Gestaban, juntos, una conquista en tiempos de libertad.

Mientras los inversionistas dejaban Santa Rosa de Cabal, un tramo arriba del Cauca, enclavada en un valle, se levantaba una ciudad nueva. Atrás había quedado el edificio Gonzalo Mejía, que alojaba al teatro Junín y al hotel Europa; el teatro Lido había cerrado puertas; el Club Unión se había mudado a San Fernando Plaza; y el Astor, en busca de comensales, había estrenado nuevas sucursales.

Esa arteria festiva, que era la ciudad misma, miraba ya al pasado con desprecio. Los dos “extranjeros”, por muy vecinos que fueran, tendrían que afrontar una sentencia ineludible: en Junín, pese a la magia, nada era eterno. Ni el vaho de los recuerdos, que, disipados por el florecer de una “aguja” avasallante, fueron muertos.

Pero quien se lanza a la conquista declara, por anticipado, que ya ha sido conquistado. Y esos paisas de Risaralda, hábiles para los negocios, confiaban en la magia efímera y finita de Junín y el Centro. Con 75 balotas y unos cartones de bingo harían de una gigante sala verde, donde hoy alcanza a perderse el horizonte, algo inmortal.

“B12”

Mario Orlando Palacio pasa sus días en esa sala verde, llamada Centrobingo. Pasadas las 2:00 p.m., desde la esquina del salón que da a Junín y es contraria a Palacé, domina, atento, tres módulos de juego, tapa los números con su índice y, de reojo, cuenta cómo era Medellín cuando emergieron este tipo de negocios en el Centro.

“En la ciudad no había bingos. Empezaron a llegar unos donde la gente venía a jugar para pasar el rato. Se asentaron en Junín, el Hueco, entre la avenida de Greiff con Juan del Corral y en Cundinamarca con Maturín”, dice don Mario, de 77 años. “Empezamos en el bingo Royal Club”, complementa, a través de las ondas de un teléfono, Antonio Giraldo, uno de los impulsores de este bingo, y administrador de muchos otros.

“Este bingo estaba ubicado en la avenida de Greiff con Bolívar. Tenía entrada por los dos puntos. Era un juego nuevo en la capital paisa. Concurría mucha gente. Se prestaba servicio desde las 9:00 a.m. hasta las 2:00 a.m.”, relata, como si fuera ayer.

Don Mario, sin perder de vista la partida, recuerda que, hacia el 74, las salas de juego podían contarse con los dedos de una mano. Ante los ojos, a lo sumo, aparecía un casino, que quedaba donde hoy se encuentran las residencias Nutibara. “¡Es que Medellín era un pueblo!”, dice. Y agrega: “Pero la gente sí iba al cine. A Cinelandia y al teatro Aladino”.

“I 22”

Giraldo estuvo inmerso en las salas de bingo desde que llegaron los López a Medellín. Estos en su tierra habían tenido éxito con el negocio. El ánimo de conquista de los cafeteros, según confiesa, fue impulsado por los locales que, al saber de sus buenos manejos en las tierras Araucarias (Santa Rosa de Cabal), impulsaron la colonización de su propio pueblo.

“A los tipos les cuajó la idea de colonizar Antioquia con los bingos. En ese tiempo no había bingos legales en Medellín. Había pero caseros, fundaciones, corporaciones, no como actividad de explotación empresarial. El juego era propio de los costureros religiosos, sin ánimo de lucro”, describe.

Estas salas de juego comenzaron a florecer en la ciudad en el 96. “Los bingos llegaron en mayo de ese año”, dice Giraldo. Este entró al mundo de las balotas dos meses más tarde. “Los inversionistas que llegaron vieron que el negocio dio resultado. Abrieron varios bingos. Se generó mucho empleo, porque el sistema de manual requería de buenos empleados para el registro de las tablas y de los ganadores”, recuerda.

Don Mario, por tercera vez, compra su derecho a jugar un sencillo (modalidad de bingo), despeja todas las casillas que tapó en el juego anterior y se prepara para otra partida que no llegará a los 10 minutos. “Por la época se crearon unas diez salas de bingo en la ciudad. Se veía la plata. Había buenos premios”, compara Giraldo, queriendo volver al pasado.

“N 37”

Los relatos de don Mario y Giraldo se encuentran entre esa gigante sala verde y el eco de una llamada telefónica. Ambos recuerdan que en el Centro hubo salas de bingo en Carabobo, la Oriental y Bolívar, pasaje donde, por un tiempo, quedó huérfana la Catedral Basílica Metropolitana, al ver caer al teatro Junín, su compañero.

Pero estas salas no duraron mucho tiempo. Rápidamente se desvanecieron. Giraldo cuenta que fue por las malas prácticas de administración y un suceso inesperado para el incipiente juego manual: “Aparecieron, de pronto, las máquinas tragamonedas tipo casino”, sostiene. Ese fue el principio del fin.

Don Mario visitó esos bingos que, como la aurora, desaparecieron. “Los visité todos. Pero el mejor, desde entonces, fue este. Se llamaba Súper Siete. Era tanta la gente que venía que uno se tenía que sentar en las escalas. No se jugaba con módulos. Era con cartones, que costaban $100”, reconstruye.

“G 51”

El ambiente, entonces, era distinto. Cuando don Mario llegó por primera vez al bingo no conocía a nadie: “En el 97, que estuve en el bingo de Palacé, éramos 40 personas jugando en el lugar. Después de que lo cerraron llegué aquí (Centrobingo), y podían haber, fácilmente, 300 personas jugando. Me aterraba ver tanta gente, porque estaba muy acostumbrado a un ambiente familiar”.

En el bingo la gente tomaba “trago” mientras jugaba. Quienes visitaban las salas, dice don Mario, eran de todos los estratos. Se juntaban señoras mayores, citadinos y campesinos. Había quienes visitaban el bingo con el propósito de ganarse algún dinero, “como forma de rebusque”. Otras personas lo hacían para “matar tiempo”, interactuar con los demás y tomar tinto con cigarrillo.

Ahora, el 90 % de los que van a jugar al lugar son mayores de 60 años. “Este bingo, tras el paso del tiempo, se ha convertido en un hogar para nosotros, las personas mayores. Reemplazamos el tiempo que pasamos acá por la familia, porque esta desaparece cuando uno envejece. Acá todos nos conocemos”, cuenta don Mario.

“O 74”

Fue Giraldo quien ayudó a crecer el bingo que hoy es casa para este hombre. El bingo Súper Siete se marchitó y allí, en las mismas instalaciones, levantaron Centrobingo. Giraldo tenía un nombre reconocido entre los bingueros de entonces, recién había terminado su carrera como administrador y los inversionistas que compraron el bingo que quebró se lo llevaron en el 98 a trabajar.

Desde esa época se ha jugado bingo en el lugar. Ni la pandemia, que los obligó a cerrar más de un año, impidió su permanencia. Reabrieron. Allí permanece el juego que, con módulos verdes, integrados por 75 números (15 por cada letra que conforma la palabra bingo), ha permitido que algunos pasen el tiempo y otros se marchen a casa “con los bolsillos llenos”.

Los ojos de Giraldo han presenciado varias innovaciones en el modelo de juego. Se pasó de los tableros de bombillos mecánicos a los digitales. Y ahora, con códigos de barras, reemplazan el trabajo manual que hace 23 años le dio la bienvenida. “Cuando alguien grita bingo, automáticamente se disparan las pantallas de los televisores”, resalta, con orgullo.

Cae la tarde en Junín. En la sala del último bingo que sobrevive en Medellín, según Coljuegos, nada ha cambiado. Un hombre, con una carreta de tintos, recorre cada sector del amplio salón, como si este y los clientes fueran infinitos. Ensimismado en sus termos de café se resiste al mundo mortal que habita, fugaz, ese pasaje sin recuerdos.

Giraldo debe volver al trabajo que en principio labraron los López y por ello cuelga el teléfono. Don Mario permanece enfocado. Sus dedos mantienen bajo control el juego y sus ojos se abren, grandes, mientras emite su más preciado consejo: “Si uno hace el bingo y no lo canta, pierde. Toca gritarlo, porque otro puede aprovecharlo y se lo queda”. De repente, un hombre, cerca a la mesa de don Mario, grita “¡BINGO!”. “¡Si ve!”, señala con el dedo: “Se acaba de ganar un millón de pesos”

75
números integran cada módulo de bingo disponible por juego.
22
años lleva operando Centrobingo en el pasaje Junín: Antonio Giraldo.
Infográfico
El empleo que busca está a un clic

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