Tomás Carrasquilla murió a los 82 años; estaba ciego, “tullido”, y los años de aguardiente y escritura pesaban sobre su cuerpo. Se fumaba entre 50 y 70 cigarrillos en un día, nada escandaloso para la época. Le habían amputado una pierna y una de sus muñecas estaba tiesa, azotada por una artrosis que provocó el uso de muletas y el desgaste de la escritura a mano. El 19 de diciembre exhaló por última vez y sus despojos, ya sin la chispa del gran hombre, los llevaron al cementerio San Pedro. Pero la suerte de los hombres es cambiante hasta después de la muerte y ayer, 82 años después, sus huesos volvieron al San Pedro.
A las 5:20 de la tarde de ayer, con el sol a cuestas, los huesos de Carrasquilla entraron finalmente a la fosa. Junto a ellos acomodaron una foto del escritor, a blanco y negro, y un ejemplar de Frutos de mi tierra. Fue una inhumación corta, aunque solemne, a la que asistieron los descendientes del escritor.
La génesis de lo que pasó ayer está en el año 1971, tres décadas después de la muerte de Carrasquilla, cuando la familia decidió trasladar los huesos a la cripa de la Basílica Metropolitana. Allí estuvieron más de cincuenta años, hasta noviembre de 2022.
Las directivas del cementerio les dijeron a los descendientes que querían tener de nuevo los restos del escritor. Para ello ofrecieron una tumba especial, diseñada por arquitectos y coronada por un busto. Los familiares vacilaron al menos un año. Miguel, un sobrino bisnieto, cuenta que al comienzo tuvieron dudas. No sabían si era prudente sacar los restos después de 50 años de reposo, pero finalmente consideraron que era un acto simbólico para perpetuar la memoria del escritor.
Con el beneplácito de la familia, los huesos fueron exhumados en noviembre. Alguien que presenció el momento cuenta que en el cráneo todavía quedaban partes de las cejas y de tejido. Los restos del escritor fueron llevados al Laboratorio de Osteología Antropológica y Forense de la Universidad de Antioquia.
Luego de un lavado cuidadoso y de un estudio pormenorizado, se revelaron, o más bien se confirmaron, algunos detalles interesantes de la vida de Carrasquilla. En una carta de la época, un admirador contaba la impresión que le había dado conocer al escritor. Entre las cosas que le habían llamado la atención mencionó que andaba con el cuerpo inclinado hacia adelante, un poco encorvado.
A los huesos les hicieron una osteobiografía, un método que combinó la investigación de la obra literaria, las comunicaciones epistolares y el análisis de la osamenta. Después de lavarlos y desinfectarlos con alcohol al 70%, comenzó el escrutinio. Timisay Monsalve, la líder del laboratorio, revela que el encorvamiento relatado en la carta era real y eso pudo establecerse por la artrosis que esa inclinación provocó.
Carrasquilla había tenido un accidente en 1927, cuando se cayó de un caballo en el Parque Bolívar. En la década del 30, la última de su vida, utilizó muletas y una de sus muñecas soportó casi todo el peso del cuerpo. Por eso en su mano izquierda tenía artrosis que “le fraguaba” y no le dejaba en paz.
Esos detalles se revelaron ayer en una conferencia, antes de inhumar de nuevo los huesos. Lo que convenció a los familiares del traslado fue la propuesta de que el escritor quedara acompañado de dos colegas. Cerca de la suya está otra autor decimonónico, Jorge Isaacs. El escritor de María, la novela Romántica de América por antonomasia, terminó sus días en Ibagué, derrotado en la política, sumido en la pobreza, vilipendiado por la aristocracia. “Isaacs fue perseguido con saña por los vallecaucanos; termina su vida recostado a Emiro Kastos, un escritor antioqueño que le prestó su casa. Ni con el prestigio de su novela se le dio el reconocimiento que merecía”, relata el escritor vallecaucano Gustavo Álvarez Gardeazábal.
Y Gardeazábal es la tercera pieza de esta historia. Por una insólita decisión, fue expulsado, sin siquiera haber muerto, del Cementerio Libre de Circasia. Entonces el San Pedro le ofreció un espacio donde se erigió una escultura de dos metros que hizo Jorge Vélez, el mismo que moldeó la cara de Carrasquilla para su nueva tumba.
Gardeazábal estuvo ayer en la nueva inhumación de Carrasquilla. Apoyado en un bastón, pero haciendo chistes con jovialidad, se la pasó saludando a los asistentes. Él mismo, en compañía de Miguel, llevó los huesos hasta la tumba. Entonces tomó la palabra y recordó que su padre, un antioqueño montañero, le entregó una edición del San Antoñito.
—Estamos inhumando al más grande de los narradores que esta tierra ha tenido en todos los tiempos. Llega a su descanso final convertido en un símbolo de la antioqueñidad.
Gardeazábal, emocionado, entonó las primeras estrofas del Himno Antioqueño. Con música, mientras las señoras cantaban y los hombres estiraban el cuello para ver, Carrasquilla entró a su morada final, por los siglos de los siglos.
Carrasquilla, en sus 82 años de vida, escribió nueve novelas y 24 cuentos. Una de sus obras cumbre, Frutos de mi tierra, la terminó de redactar en Santo Domingo, cuenta la periodista Claudia Arroyave en El pueblo de las tres efes. Aprovechando el sosiego de su pueblo, se encerró para concluir la obra en la “quietud arcadiana de mi parroquia, mientras los aguaceros se desataban y la tormenta repercutía”.
Los relatos de la Navidad en Dimitas Arias, y las comilonas de La marquesa de Yolombó, son el jolgorio de la antioqueñidad, como lo dijo Gardeazábal, que solo espera que le llegue su hora para acompañar a quien ayer llevó en sus manos hasta la tumba. .
1940
es el año en el que Tomás Carrasquilla murió en Medellín. Su obra ha sobrevivido.