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Elías Loaiza, el campesino que carga con 116 febreros

En Amalfi vive un hombre que podría ser el más longevo de Colombia y el tercero en el mundo.

  • Elías Loaiza y Hermelina Monsalve llevan casados 70 años. Viven en el municipio de Amalfi. FOTO julio césar herrera
    Elías Loaiza y Hermelina Monsalve llevan casados 70 años. Viven en el municipio de Amalfi. FOTO julio césar herrera
  • Don Elías sentado en su sillón en el zaguán de su casa. FOTO: Julio César Herrera
    Don Elías sentado en su sillón en el zaguán de su casa. FOTO: Julio César Herrera
  • Copia de la partida de bautizo de Elías Loaiza. FOTO: Alexander Macías
    Copia de la partida de bautizo de Elías Loaiza. FOTO: Alexander Macías
  • Elías bebiendo uno de sus cafés del día. FOTO: Julio César Herrera
    Elías bebiendo uno de sus cafés del día. FOTO: Julio César Herrera
  • Hermelina y Elías en su finca. Llevan 70 años de casados. FOTO: Julio César Herrera
    Hermelina y Elías en su finca. Llevan 70 años de casados. FOTO: Julio César Herrera
  • Celebración del cumpleaños 116 de Elías junto a su esposa Hermelina. FOTO: Cortesía familia Loaiza Monsalve
    Celebración del cumpleaños 116 de Elías junto a su esposa Hermelina. FOTO: Cortesía familia Loaiza Monsalve
  • Elías, su esposa Hermelina, y algunos de sus hijos en la celebración del cumpleñaos 116. FOTO: Cortesía Familia Loaiza Monsalve
    Elías, su esposa Hermelina, y algunos de sus hijos en la celebración del cumpleñaos 116. FOTO: Cortesía Familia Loaiza Monsalve
10 de marzo de 2021
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Para llegar hasta el Abuelo de El Zacatín, se tiene que subir un morro en el que tres hombres abren una zanja por la cual pasará un tubo al que llaman madre que llevará agua hasta esta vereda, una vieja promesa política que en 183 años de existencia del pueblo no les han podido cumplir, pero que esta vez parece dejará de ser un sueño para los campesinos que, atentos con ollas y vasijas, se prestan a recoger la lluvia cada vez que a esta le da por desbocarse desde el cielo.

Uno de ellos, metido en el hueco que bien podría servirle de sepulcro si le cayera todo el lodo encima que le ha arrancado a la tierra, señala con un dedo el camino para llegar hasta el abuelo. “¿Don Elías? ¿El que tiene más de 100 años? Vea siga el camino y ahí no más llega a la casa”, dice el trabajador.

Empapado en sudor, con cachetes rojos que les hacen juego a los bolsillos de su camisa, y de cabellos dorados que parecen una extensión del sol abrasador de las 2 de la tarde, el trabajador se sienta junto a sus compañeros a almorzar y sentencia: “¡Ojalá uno llegara a esa edad con tantos bríos!”. Luego destapa una coca en la que se ve organizada de manera exacta dos huevos cocidos, una mini montaña de arroz y una carga de frijoles.

Por estos días, casi siempre a la hora del almuerzo, los trabajadores del acueducto y los habitantes de la vereda El Zacatín, en Amalfi (Antioquia), han visto un desfile de cámaras, micrófonos, grabadoras, libretas y periodistas, todos buscando la historia de Elías Loaiza, un hombre que bien pudiera ser el más viejo de Colombia y, a su vez, el tercero más longevo del mundo.

Marta Inés Loaiza Monsalve, una mujer menuda, de 70 años de edad, piel morena y firme, cuyas fuerzas aún le dan para subir los morros de su casa con un bulto de madera al hombro para asar las arepas del desayuno, da las instrucciones para llegar hasta la casa de Elías como si fuera el rosario que reza cada noche: “Eso es muy fácil. Usted sale del pueblo derechito más o menos cinco minutos, y a la tercera vuelta (curva) del Zacatín ahí frena, ahí me espera. Yo bajo por usted para que suba y conozca a mi papá”.

Don Elías sentado en su sillón en el zaguán de su casa. FOTO: Julio César Herrera
Don Elías sentado en su sillón en el zaguán de su casa. FOTO: Julio César Herrera

El día de un hombre muy longevo

Elías Loaiza Arenas le tiene miedo a las serpientes que se esconden en las botas de los campesinos cuando estos, tras un largo jornal, se las quitan junto al cafetal para descansar; respeta a los animales, en especial a los perros y a las mulas porque le recuerdan a los que le acompañaron en esos días en los que recorrió los caminos de herradura con sus pertrechos de arriería; y no sabe firmar. Sin embargo, no saber escribir nunca fue un impedimento para cerrar tratos al momento de empeñar su palabra de campesino.

Mide 1.63 centímetros, nació el 22 de febrero de 1905 en Amalfi, Antioquia; y su sangre es 0+, por lo menos eso dice su cédula.

Para que no quede duda de sus 116 años de vida, en el libro 27 de bautismos de la parroquia de ese municipio, folio 192, número 453, está asentada la partida que reseña que es hijo de dos campesinos que abrieron monte a punta de machete cuando el Nordeste antioqueño era una manigua impenetrable: Miguel Loaiza y Rosalía Arenas, y que recibió el “santo sacramento” –como dicen sus hijas – dos meses después de nacido – el 22 de abril de 1905 –. Además, que fue bautizado por el cura párroco Miguel A. Ríos, quien les advirtió a los padrinos, Apolinar Villada y Magdalena Meneses, “del parentesco y obligaciones que contrajeron”.

Copia de la partida de bautizo de Elías Loaiza. FOTO: Alexander Macías
Copia de la partida de bautizo de Elías Loaiza. FOTO: Alexander Macías

Con 116 años a cuestas, Elías se levanta todos los días a las 5:30 de la mañana. En un ritual que ha mantenido por los últimos 40 años, se envuelve en su ruana y camina a paso lento hasta un sillón de madera roída y cojines desgastados ubicado en el zaguán de su casa. Enciende la radio, escucha la misa y se toma un tinto negro, cerrero. En la penumbra solo se ve el punto rojo que se enciende intermitente cada vez que le da una fumada al cigarrillo. Luego sale la bocanada de humo. Desde el corredor ve las dos torres de ladrillo rojo de la iglesia en la que fue bautizado. Piensa en sus años mozos, en el tiempo que vivió en Yolombó y cuando regresó a su tierra natal.

—Yo volví a vivir acá hace 40 años. Por estos lados no había nada, ni carretera, ni ranchos ni nada. Conseguimos este pedazo de tierra e hicimos una casita con tablas y techo de paja que después fuimos cambiando. Después los hijos se fueron separando y cada uno consiguió tierra por acá y están pendientes de nosotros, pero yo vivo solo con mi esposa, dice Elías.

Cuando el día comienza a aclarar, el viejo, como le dicen sus hijos, se levanta del sillón y va al cuarto. Busca la ropa que va a ponerse ese día, que por lo general son camisas de manga larga y a cuadros, un pantalón de paño y un par de botas negras. Se baña con el agua de lluvia recogida, se viste, otro café y para la huerta.

Hoy su rutina dista mucho de la de sus años mozos cuando azadón en mano sembraba hectáreas de maíz, papa, frijol y yuca hasta donde le alcanzara la vista, todo para darle de comer a sus 11 hijos, de los cuales le sobreviven siete. Aun así, apoyado en su bastón que le llega a la cintura, da unos pasos desde el zaguán hacia su pequeña era donde tiene sembrados algunos tubérculos y hortalizas.

—El campesino no puede vivir sin su tierrita. El día en que pasa eso, uno siente que se muere por dentro, así esté muy vivo, dice. Por eso a su ritmo, acompañado de la lentitud que le ha traído los años, sigue dándole golpes a la tierra con la esperanza de ver germinar las semillas que siembran con tanto esfuerzo sus manos temblorosas y renegridas por el sol.

A veces cuando el ánimo lo acompaña, Elías coge su sombrero y se escapa por los caminos espesos y polvorientos de la vereda. Camina entre los pastizales y cultivos. Saluda a los que bajan agarrados de los techos de lo jeeps con las cargas de plátano para vender en el mercado de la plaza. Cuando los perros le ladran y salen a su paso, en vez de espantarlos con su bastón de guayabo café como hacen muchos de los viejos a su edad, trata de acariciarlos. Luego regresa a su casa y se sienta en el sillón. Se bebe un tazón de aguapanela fría y enciende la radio. Mira hacia el pueblo.

En ocasiones sus hijos o sus nietos que suben esas pendientes para llegar a sus casas después de trabajar en los restaurantes del pueblo o vendiendo arepas con queso en el parque, se encuentran al Abuelo del Zacatín en sus andanzas y le preguntan qué hace por ahí, a lo que él les responde: “Estoy haciéndole ejercicio a estas rodillas porque me quedo tullido allá sentado en la casa”.

A las seis de la tarde, cuando los gallos de la vereda el Zacatín anuncian la llegada de la noche, Elías vuelve a sentarse en el sillón café claro y desajustado. Se toma el último café del día y se fuma el último cigarrillo, como hace 40 años. Camándula en mano reza el rosario con su esposa Hermelina Monsalve. No han dejado de hacerlo en 70 años de casados. Esa fue la protección cuando este campesino se iba a entregar la caña y cuando Hermelina se quedaba sola en la finca en Yolombó, con sus pequeños hijos, esperando el regreso de su marido tras un mes de correrías por algunos municipios de Antioquia.

Elías bebiendo uno de sus cafés del día. FOTO: Julio César Herrera
Elías bebiendo uno de sus cafés del día. FOTO: Julio César Herrera

Un amor para toda la vida

El día en que Hermelina Monsalve conoció a Elías lo vio llegar sudoroso a la finca donde la mujer trabajaba, en la vereda La Verduga, en Yolombó. Ella apenas pasaba de los 15 años y contaba con la frescura de la juventud que enloquecía a los 18 peones de una hacienda a los que tenía que hacerles de comer.

—Eso fue una cosa muy hermosa, dice Hermelina, una mujer menudita, morena y de cabello canoso que carga en su pecho un rosario y se declara devota de la Virgen María.

—Él llegó con un zurriago y dos mulas porque era arriero de caña. Se sentó a almorzar. Allá tuve la suerte de conocerlo, cuenta la mujer sentada en el patio de su casa donde hoy florecen veraneras rojas y moradas y el aire frío hace doler hasta los huesos.

No recuerda el día. De los retazos de su memoria, Hermelina rescata que el encuentro con quien después sería su esposo no fue amor a primera vista, al menos para ella; sin embargo, acepta que ese encontronazo con ese joven moreno, bajo y desgarbado cambiaría su destino y su historia.

No faltó el cruce de miradas cada vez que el arriero llegaba a almorzar, hasta que un día sentado en uno de los mesones, él le confesó el secreto que le carcomía en sus noches de infortunio. Así, sin más ni más, le soltó a Hermelina que desde el día en que la vio por primera vez se dijo que ella tenía que ser su esposa.

— Yo no podía corresponderle. Aunque me muriera de ganas, no podía porque tenía que seguir viendo por mi mamá, mi papá y mi hermanita, dice la mujer.

Siguieron trabajando, ella en las labores de la cocina y él llevando productos por los caminos de herradura. Pero el amor fue más fuerte y por más que quisieron ahuyentarlo terminó acercándolos, aunque su noviazgo “fuera más simple que una taza de agua”, como dice Hermelina. Se veían pocas veces y más pocas conversaban, hasta que ella se salió de la casa a los 15 años y se fue a vivir con él.

Se casaron por la iglesia cinco años después de un día que él la espero a la salida del trabajo y se la llevó para siempre a su parcela. La ceremonia se celebró un lunes a las seis de la mañana. El 4 de junio de 1951, en la iglesia de Yolombó, el padre Hernando Velásquez los declaró marido y mujer hasta que la muerte los separara. Y es como si hubiese sido una premonición, porque siguen juntos. “Nos casamos como Dios manda”, dice ella.

A la misa solo asistieron familiares y personas cercanas. Salieron por la puerta principal del templo, pero no hubo ni lluvia de arroz ni comida ni luna de miel. Cada quien se fue para su casa porque era un día laboral y la pobreza no daba espera ni si quiera para consumar un amor esquivo por meses.

—Vivimos una vida muy buena. Él fue muy buen esposo conmigo, fue muy buen padre, se amarró por sus hijos y respondió por ellos como pobre, porque ahora años vivía uno debajo de la pobreza, dice Hermelina.

Como marido y mujer construyeron un hogar en el que nacieron 11 hijos, se criaron y ocho y tienen siete vivos. La violencia les arrancó al menor justo cuando cumplía 27 años. Vivieron en la vereda en Yolombó, ella trabajando como cocinera y él llevando a vender la panela desde ese municipio hasta Segovia, Amalfi o Anorí.

Hermelina y Elías en su finca. Llevan 70 años de casados. FOTO: Julio César Herrera
Hermelina y Elías en su finca. Llevan 70 años de casados. FOTO: Julio César Herrera

***

Esos viajes como arriero eran largos. Elías se levantaba a las 3 de la mañana a aparejar 10 mulas, las cargaba con la panela y la caña y echaba andar. En un mes, si nada interfería en el camino, estaría de regreso a su casa con 20 centavos en el bolsillo como pago.

Metida en costales junto a la carga llevaba la comida que Hermelina le preparaba para tan largo viaje. Arepas de maíz sancochado, queso, tocino y panela eran parte de la ración que complementaba con una taza de chocolate cuando llegaba a las posadas a descansar, y a comer.

“Mi esposa me preparaba toda esa comida y uno salía encomendado a Dios, aunque nada me pasó por esos caminos solitarios. Uno llegaba, descargaba los bultos y al otro día se devolvía”, recuerda Elías.

Por 30 años anduvo los caminos de herradura dejando el grito del arriero en cada montaña y río que transitó. Eso hizo hasta que la violencia bipartidista sembró el terror en los campos y entonces decidió quedarse trabajando en una finca, cultivando la tierra y vendiendo la comida a 300 trabajadores de la hacienda de un colono llamado Jaime Restrepo; la misma que su esposa les preparaba.

Una noche mientras dormía sintió el ladrido de los perros afuera de su casa. En la tarde había escuchado que la violencia venía arrasando con comunidades y que varios de sus vecinos les quemaron las casas con las familias adentro. Despertó a Hermelina y le dijo en murmullo que ahí venía esa gente. Ella lo mandó a dormir nuevamente aseverándole que solo eran “ladridos de perros asustados”. Ya al amanecer, con las ojeras de una mala noche y el miedo en la espalda, recogieron sus corotos, sus hijos y emprendieron la huida por una nueva vida.

Tras caminar 15 días llegaron a la vereda Monos, de Anorí. Allá se instalaron en una casa de tablas que construyeron. Durmieron apretujados, pero estaban juntos con sus hijos. Trabajaron de sol a sol en fincas hasta que entre los dos compraron una parcela que luego cambiaron por lotes y dieron a sus hijos para que cada uno construyera su casa.

“Cuando llegamos por acá solo había tres casas de paja, todo esto era matorrales. Acá empezamos una nueva vida y nuestros hijos están muy pendientes de nosotros. Ellos nos impulsan y nos cuidan”, asevera Hermelina.

Hoy Elías, de 116 años de edad, y Hermelina, de 90, pasan juntos los que ellos consideran sus últimos años. Ambos profesan que el amor basado en el respeto es la fórmula que ha llevado a su matrimonio a perdurar en el tiempo. Ella, porque dice que la paciencia es la base de su matrimonio; él, porque afirma que construyó su hogar bajo las reglas de la responsabilidad; y ambos, porque juraron amarse hasta que la muerte los separe, y de eso, hace 70 años ya.

El último festejo

La casa de Elías y Hermelina queda sobre una colina desde la que se divisa el valle sobre el que reposa Amalfi, el pueblo de la leyenda del tigre que sobrevivió a la cruenta guerra entre los paramilitares y los grupos guerrilleros durante los años 90 y 2000, tranzada por la riqueza del oro de esta zona y el control territorial.

La vivienda, que hasta diciembre del año pasado era un armatoste de tablas y zinc con una sola habitación, una cocina y un baño, ahora es una construcción de adobes pintados de blanco y naranja, con un piso en cemento gris, ventanales en vidrio y un techo de lata que les avisa cuando va a llover para que ellos preparen las tinajas y así recoger el agua lluvia que les sirve para limpiar, bañarse y cocinar.

En la construcción de la nueva vivienda de los abuelos Loaiza Monsalve participaron vecinos, niños y hasta los bomberos del municipio. Como si se tratara de una colecta, todos los hijos se unieron y con ayuda de algunas personas del pueblo que les donaron materiales, lograron darles a sus viejos una casa más digna.

“Eso no faltaba el que llamaba a mi hermano Jesús y le dijera: ahí les va una puerta. Otro día nos decían: les conseguí dos ventanas; o incluso no mandaban las tejas para el techo”, dice Marta, hija de Elías y Hermelinda.

Fue así como no hubo un tiempo en que no se viera subir por los caminos de tierra amarilla los materiales para la casa; pero el mejor día fue el que se hizo una cadena humana de niños que, con la promesa de recibir algún pago, pasaban de mano en mano desde la carretera hasta la casa los ladrillos, como si fuera una fila de hormigas aprovisionándose para resguardarse del invierno.

Fue en esta casa cuando el pasado 22 de febrero le celebraron el cumpleaños a don Elías. Ese día, como siempre, se levantó a las 5:30 de la mañana, y como lo ha hecho durante los últimos 40 años, se envolvió en su ruana gris. Caminó hasta el sillón destartalado, se tomó el tinto negro como de costumbre y se fumó el cigarrillo mientras divisaba las torres de la iglesia en penumbra. Prendió el radio y escuchó la misa.

Celebración del cumpleaños 116 de Elías junto a su esposa Hermelina. FOTO: Cortesía familia Loaiza Monsalve
Celebración del cumpleaños 116 de Elías junto a su esposa Hermelina. FOTO: Cortesía familia Loaiza Monsalve

No fue a la huerta, tampoco se escapó por los caminos veredales; no levantó la mano a los que bajaban en las chivas a vender el plátano al pueblo ni saludo a los perros que le salieron al paso. Solo acarició a mono, un criollo juguetón que pertenece a su nieta y desde lejos alcanzó a divisar a los dos gatos inquilinos de la casa.

Ese día se bañó con el agua lluvia de siempre, pero no se puso ninguna de las camisas que se saca de un armario. Estrenó una a cuadros rojos y azules que le dieron sus hijas como regalo. Era un día de celebración. El Abuelo del Zacatín cumplía 116 años, y aunque la Registraduría Nacional no tiene como certificarlo como el hombre más longevo de Colombia porque según explicaron a EL COLOMBIANO en el país puede haber personas igual de adultas a él sin cedularse, no fue un motivo para frenar la fiesta para el hombre que, a su vez, podría ser el tercero más longevo vivo del mundo.

El pastel fue de un solo piso y las tres velas con el número 116 ocuparon todo el centro de la torta. Los preparativos fueron un convite campesino: unos decoraron el espacio con bombas y serpentinas; otros regalaron la torta, otros de los familiares pusieron los platos desechables y uno más llevó el equipo de sonido en el que pusieron música parrandera y guasca hasta el anochecer.

Como si fuera una procesión de Semana Santa llegaron los hijos, nietos, bisnietos y tataranietos a celebrar. Aunque como dicen sus hijas, llegaron los conocidos, porque su estirpe se ha extendido tanto que las cuentas les alcanzan solo hasta 100 seres queridos cercanos. “Pero pueden pasar de los 160”, asevera Jesús Loaiza Monsalve, el hijo mayor de Elías y Hermelina.

Elías, su esposa Hermelina, y algunos de sus hijos en la celebración del cumpleñaos 116. FOTO: Cortesía Familia Loaiza Monsalve
Elías, su esposa Hermelina, y algunos de sus hijos en la celebración del cumpleñaos 116. FOTO: Cortesía Familia Loaiza Monsalve

A las cuatro de la tarde cantaron el cumpleaños y Elías sopló las velas más que para pedir un deseo, para mostrar agradecimiento. A las 6:30 bailó con Hermelina hasta que, como si se tratar de un secreto de alta confidencialidad, le dijo al oído que le dolían las piernas; entonces terminó sentado en el sillón de siempre fumando cigarrillo, mientras veía a los otros beber aguardiente, bailar, comer torta y un sudao de pollo que Marta preparó con el animal más gordo que encontró en su corral.

La celebración no se prolongó hasta la medianoche, como cuando juegan parqués. Con la llegada de las primeras sombras todos se fueron yendo hasta que quedaron otra vez los dos viejos solos, con la camándula en mano y listos para rezar el rosario. Se durmieron temprano, agotados del trajín que dejan las ruidosas celebraciones.

Allá en El Zacatín, donde no hay números de direcciones de calles ni grandes avenidas, donde los linderos se definen por una curva, corrales y cañadas, la historia dirá que existe, o existió Elías Loaiza, el hombre que alcanzó a vivir más de 116 años y dejó una descendencia que, como promesa bíblica hecha a Abraham, es tan extensa como la arena del mar.

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