El rugido de las guitarras volvió a sentirse en el Estadio Cincuentenario y en Parque Norte. Este puente festivo, Medellín vivió tres días de música en los que el público, la lluvia y el sol fueron protagonistas del mismo espectáculo. La edición número 22 del Festival Internacional Altavoz reunió a más de medio centenar de agrupaciones locales y extranjeras, y demostró que el pulso del rock, el punk y el metal sigue firme en la ciudad.
El sábado abrió con cielo encapotado y agua persistente. La gente llegó de todos modos, cubierta con impermeables, ruanas o chaquetas negras. Entre el barro, las luces del escenario iluminaron muchos rostros que no se movieron un milímetro ante el frío, mientras unos pocos mantuvieron la energía para un par de pogos.
“Yo llegué más o menos a las siete y no paró de llover en toda la noche”, contó a EL COLOMBIANO Andrea Marín, una de las asistentes. “Pero la energía de los jóvenes era increíble, saltando y mojándose. Creo que eso es lo mantiene vivo a Altavoz, la posibilidad de ver bandas de calidad sin tener que pagar un gran concierto”.
El festival, organizado por la Alcaldía de Medellín, acogió a artistas de diez países, entre ellos, México, Francia, Brasil y Estados Unidos. En el escenario principal, el estadio Cincuentenario, tocaron nombres como 1280 Almas, Napalm Death, Maldita Vecindad, Here Comes the Kraken y Pennywise. En Parque Norte, los sonidos independientes completaron la ruta sonora. La apuesta, según la Secretaría de Cultura Ciudadana, fue seguir fortaleciendo una escena que refleja “la diversidad y la convivencia como parte del ADN musical de Medellín”.
El domingo fue, quizá, el día más flojo en asistencia. “Yo fui el domingo a ver a los mexicanos de Here Comes the Kraken”, dijo a este medio Laura Arango, una asistente habitual del festival que estaba en el Escenario Presupuesto Participativo (PP), en Parque Norte, que promovía artistas de las diferentes comunas y procesos del Distrito de Medellín.
“He ido muchos años al Altavoz y sentí que esta vez hubo menos gente, pero los que estábamos, lo dimos todo. Hubo mucho cosplay y camisetas de bandas. Era un ambiente de cuidado”.
En medio de las distorsiones y los saltos, el público se repartió entre generaciones. Jóvenes universitarios, adultos, cabelleras largas, canas, e incluso padres con sus hijos. “Eso es lo bacano de Altavoz”, continuó Laura. “Ver a los papás rockeros con sus hijos. Es un parche muy familiar dentro de toda la locura del metal”.
Detrás de cada pogo y cada grito hubo también una lección sonora. El black metal, con su velocidad extrema, sus guitarras de tono agudo y letras cargadas de oscuridad y simbolismo, se entremezcló con el death metal, más grave y técnico, marcado por riffs densos, baterías con doble bombo y voces guturales que retumban como percusión.
En el otro extremo del cartel sonó el metalcore, heredero del hardcore punk, con cambios bruscos de ritmo, coros melódicos y una agresividad que exige precisión en escena. Y, como hilo conductor, el punk, que sigue siendo la raíz del Altavoz: tres acordes, una batería directa y un mensaje contestatario que, pese a los años, conserva el mismo filo y frescura que lo hicieron emblema de resistencia en Medellín.
El festival también tuvo una zona de emprendimientos con puestos de comidas, camisetas, discos y arte local. “Me pareció muy bacano ver la zona de merch y que hubiera espacio para moverse entre escenarios (...), la organización estuvo muy pendiente del reciclaje. No había basura tirada. Se notaba el trabajo de limpieza y eso habla bien del evento”.
Para Andrea, que regresó al festival después de algunos años, hubo una diferencia evidente en la infraestructura. “Altavoz ya se siente como un festival grande”, comentó. “Hay experiencias de marcas, espacios para sentarse y más opciones para el público. Lo único complicado fue la salida del sábado, porque el terreno estaba lleno de pantano. Pero en general fue una experiencia muy buena, con sonido excelente y una energía muy sana”.
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Antes del cierre, el secretario de Cultura, Santiago Silva, había comentado que el festival es “uno de los escenarios de convivencia y conexión más importantes de Medellín”, frase que cobró sentido en cada rincón de Altavoz: los abrazos entre amigos, los pogos entre desconocidos y gente que compartía una cerveza al son de riffs y batería a todo volumen. La música como una excusa para mantener vivo al festival musical más libre de Medellín.