El país avanza hoy sin la violencia de la organización armada ilegal que lo estremeció y lo dañó, como ninguna otra, por 54 años. Pero no vive en el estado de convivencia y respeto a los derechos humanos que se idealizó durante y tras la firma del Acuerdo del fin del conflicto con las Farc.
En un extremo están quienes creen que se hicieron demasiadas concesiones a los guerrilleros, en especial en el debilitamiento de la justicia en relación con las víctimas y que no han dejado sus críticas atrás, incluso agresivas y fuera de contexto. Del otro, aquellos que cuentan cada vez menos homicidios en las estadísticas de inseguridad y conflicto.
Resulta desequilibrado no dar una valoración justa a la desaparición de un grupo que hizo del secuestro y la destrucción de pueblos su arma de mayor opresión sobre los civiles. Pero el momento también obliga a entender la molesta sensación de impunidad en el país que deja Juan Manuel Santos sin las Farc, pero con la Farc.
En un terreno más objetivo se debe reconocer que hoy tenemos menos soldados heridos pero advertir que los cultivos ilícitos se triplicaron, que las crecientes disidencias no solo narcotrafican sino que mantienen su agresión a comunidades y líderes, y que de su efecto criminal se desprende una lucha por el control territorial y mafioso con grupos como el Eln, los “Pelusos” y el “clan del Golfo”.
Hay 29 estructuras disidentes, van 311 líderes asesinados desde 2016 al 30 de junio de 2018, solo se ha implementado el 13 % de los acuerdos en temas rurales, la agenda con el Eln es un recuento de enunciados en un proceso lento y desacreditado, y la “guerra coquera” no frena su efecto de desinstitucionalización y debilitamiento del Estado de Derecho.
La discusión sobre los atributos de la Justicia Especial para la Paz (JEP), en una laguna jurídica ancha y profunda, le descarga cada día al país otro voltio más de polarización. Por más que la comunidad internacional reconoce la importancia de que se haya firmado la paz, con un balance de Naciones Unidas de desarme y verificación favorable, Colombia no saborea el estadio de convivencia que el gobierno llamó posconflicto, más bien posacuerdo.
Implementar los acuerdos valdrá 129 billones de pesos, en los próximos 15 años. ¿Cuánto le costará a esta sociedad alcanzar una paz cierta, legítima, aceptada y amplia? Un proceso complejo al que apenas asoma Iván Duque.
JMS deja un legado tan importante como imperfecto. Suena así, contradictorio, inconcluso. Pero necesario. La supervivencia de los acuerdos, hoy y en lo que viene para el próximo gobierno, requerirá un esfuerzo tan paciente y sostenido como el de La Habana, pero ahora en territorio propio y no orientado a diseñar oportunidades para los desmovilizados, sino para el conjunto de la sociedad que sufrió la guerra de las Farc contra el Estado.