Donald Trump se dedicó a confirmar en la primera semana de gobierno que sus propuestas de campaña, incluso algunas que parecían lejanas e inviables, se pueden convertir en órdenes ejecutivas en marcha desde su escritorio. México, por ejemplo, está notificado: habrá muros físicos y comerciales. Los inmigrantes asumen que enfrentarán la hostilidad federal y que para los indocumentados rueda la película de una vida bajo la amenaza de la deportación. Y el mundo sabe, sí, que América -al viejo estilo de la autosuficiencia estadounidense-, según el magnate, será primero para los americanos.
Todo ello no resultaría tan preocupante si no lo dijera un personaje como Trump, al que el mismo The New York Times califica de “impulsivo” e “ignorante” en relaciones económicas y en asuntos de seguridad. Pero el nuevo presidente de EE.UU. no oculta sus antipatías ni el deseo de convertir a México en el ejemplo de un cambio kilométrico en las políticas de la Casa Blanca.
Cada día, entre Estados Unidos y México, nace y muere un comercio que por las autopistas reales y virtuales mueve 1,4 mil millones de dólares. Los estadounidenses compran el 80 por ciento de las exportaciones mexicanas, y a su vez México es el segundo mercado en importancia para los productos de EE.UU. Dos economías que se entrecruzaron desde 1994, con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que también incluye a Canadá.
La posibilidad de que Trump imponga nuevos aranceles a su vecino y continúe con la presión a su industria, para que no invierta y reduzca operaciones al otro lado de la frontera, no solo pisotea las reglas de juego del TLCAN sino que reventaría la economía mexicana, de la que, solo en 2015, EE.UU. importó productos por US$296 mil millones.
Aunque los anuncios recientes de la Casa Blanca crisparon los nervios y desataron el enojo de los mexicanos, además de unirlos a pesar de la bajísima popularidad y aceptación del gobierno, el presidente Peña Nieto intenta agotar los recursos diplomáticos mediante una dosis calculada de dignidad -canceló su viaje a Washington- y de tacto, para no cerrar las puertas definitivamente al diálogo. Ayer, desde la residencia de Los Pinos, en el Distrito Federal, se anunció que por ahora las partes no harán más pronunciamientos públicos sobre “el muro”.
Hay que entender que esta primera batalla comercial y política de Trump anuncia lo que puede pasar, en sus respectivas escalas y peculiaridades, con el resto de Latinoamérica y del mundo. Que desande los caminos de entendimiento recorridos en asuntos como lucha antidrogas y antiterrorismo, promoción a procesos de integración y democráticos, cooperación comercial y desarrollo económico, derechos humanos e investigación social y científica. En fin, México es un espejo continental en el cual se reflejará ahora la posición de una potencia cuyo influjo es definitivo en otros Estados y economías, en especial los más frágiles y dependientes.
Por eso hay que centrar la atención y poner la lupa en esta relación que no se sabe a dónde irá a parar. En el papel, en los comunicados más recientes, la instrucción de ambos presidentes es que sus equipos “continúen el diálogo de manera constructiva”. Pero los más escépticos temen que esa buena voluntad apenas dure lo que tarda Trump en recaer en la intemperancia. La del líder impredecible y hostil.
La prensa mexicana observa que su gobierno tiene dos alternativas posibles: abandonar el Tratado, reducir la cooperación antidrogas y antiinmigración como moneda de cambio a la dureza de Trump, todo ello cargado de un honor de poca utilidad práctica, o cuidar sus intereses económicos sin romper relaciones con un socio indispensable.
La lectura que produjo Trump frente a México esta semana, y su proyección al mundo y a los ciudadanos de su propio país, entre quienes continúan las protestas y las polémicas, dista mucho de un tono de sociedades auspiciosas. Su gobierno pasó de los dichos de campaña, a los hechos de una era inquietante .
Regístrate al newsletter