La posesión de Gustavo Petro estuvo llena de símbolos. Pero el símbolo más poderoso no fue el de las miles de personas del común en la Plaza de Bolívar, ni la guardia indígena haciéndole calle de honor, ni tampoco el lleva y trae de la espada de Simón Bolívar.
El gran símbolo de este 7 de agosto fue esa imagen en la que vimos a Gustavo Petro caminando al ritmo de los seis más altos generales de la República. O si se quiere, sería mejor decir, las imágenes en las que vimos a la cúpula militar y de Policía caminando al ritmo de Gustavo Petro. Ninguno perdió el compás. Ninguno parecía estar fuera de lugar.
Sin duda otros momentos tuvieron una gran carga simbólica, como cuando la senadora María José Pizarro le puso la banda presidencial, y no Roy Barreras, que como presidente del Congreso era el llamado a hacerlo. Algo va de la hija de un personaje que para Petro y muchos de sus seguidores fue entrañable en su lucha, a un congresista que lleva cerca de 20 años en el poder y no ha estado exento de cuestionamientos. Capítulo aparte merece también la imagen emblemática de la vicepresidenta y su familia, la primera mujer afro que llega a tan alto cargo.
Pero si nos dieran a elegir, el retrato que debe quedar para la historia es el de la bienvenida de la cúpula militar y de Policía a Gustavo Petro: simboliza el encuentro de dos mundos que por muchas décadas fueron contrarios. Esa fotografía se repite cada cuatro años con el presidente entrante de turno y con la cúpula militar de turno, y siempre, o hasta ahora, caminaban mandatarios que no habían expresado ningún desacuerdo o malestar con los uniformados. Esta vez en el centro, como comandante en jefe de la fuerza pública, estaba un personaje que no solo cuando fue guerrillero los combatió, no solo ha sido reiterativo en decir que lo torturaron en una base militar, sino que en su trayectoria política ha sido muy crítico con la institución de la fuerza pública.
Por eso esa imagen es tan valiosa. Ese retrato les dice a millones de colombianos y colombianas que nuestra democracia es tan poderosa que a quien nunca le permitió llegar al poder por las armas se lo permite ahora tras competir en el juego de las urnas y los votos. Esa imagen deja sin discurso a cualquier otro grupo que con cualquier excusa intente tomarse el poder en Colombia por la vía de las armas. Y en esa fotografía también se refleja la capacidad de nuestra democracia para avanzar, para cambiar, para incorporar nuevas voces. Esa misma capacidad que ha evitado entre nosotros un estallido total.
Valga felicitar a nuestra fuerza pública por ese profundo respeto por las instituciones y por la democracia, y en particular por la institución del Presidente, a la cual ayer atendieron con lujo de detalles y con grandes muestras de respeto. Tal como debe ser.
A veces damos por descontado rituales a los que ya estamos acostumbrados. Pero el hecho de que Colombia haya celebrado nuevamente, como lo viene haciendo de manera casi ininterrumpida durante doscientos años, una transición pacífica y constitucional de la Presidencia de la República, tiene un valor tan grande que tenemos que reivindicarlo hoy para que lo podamos exigir siempre.
Se solía decir que Colombia es la democracia más antigua de América Latina y algunos se mofaban. Hoy se ratifica que es verdad y nos tenemos que sentir orgullosos de ese gran patrimonio. Que lo construimos todos nosotros pero también nuestros ancestros. A diferencia de lo que pasa en muchas partes de este mundo en el que la democracia y la libertad van retrocediendo, en nuestro país el poder se rige por las normas y se trasmite de acuerdo con ellas.
En ese orden de ideas vale una mención especial a los dos primeros discursos de Gustavo Petro como Presidente. El primero, el de la posesión, fue un discurso de algo más de 45 minutos, sin mayores novedades, lleno de declaraciones de principios y de tópicos que iban y venían una y otra vez. Habló de temas polémicos, como el de la “paz” con las bandas criminales a cambio de beneficios jurídicos; así como de la necesidad de “una nueva convención internacional” que acepte que “la guerra contra las drogas fortaleció a las mafias y debilitó a los estados”, y sobre todo le dedicó buena parte del tiempo a hablar de la igualdad, capítulo en el que no le faltó el tono mesiánico que suele acompañar al nuevo presidente.
Pero lo que más llamó la atención es que Gustavo Petro no mostró posiciones radicales. Incluso se le oyó moderado, por ejemplo, con respecto a tener una economía sin carbón y sin petróleo: “no somos nosotros los que emitimos los gases efecto invernadero”.
También cabe destacar que improvisó un aparte que no estaba escrito en el texto previo que repartieron a los periodistas: dijo que su gobierno respetará a la oposición, que no utilizarán las agencias de inteligencia para perseguirla y que se permitirá la libre expresión de los medios de comunicación. Un apunte de última hora, sin duda, clave.
Su segundo discurso lo dio ya adentro de la Casa de Nariño ante sus ministros. Y en este pareció más aterrizado, más de su propia cosecha. Les dijo que no podían fallar, que el cambio era un concepto difícil y que lo tenían que encontrar, que no podían perder tiempo.
En efecto, a partir de hoy el discurso tiene que dar paso a la acción; las ideas y las ilusiones con las que ha agitado a la gente en las calles tienen que dar paso ahora a realizaciones concretas. No es extraño que los presidentes fallen a la hora de hacer sus promesas realidad, pero en el caso de Gustavo Petro fallar sería doblemente grave por el tamaño de las expectativas de cambio que ha creado en los sectores más vulnerables .