Parece claro que no fue solo la intervención de Donald Trump en la mañana del miércoles ante cientos de sus simpatizantes más fanatizados en Washington, la que instigó la posterior irrupción violenta a la sede del Capitolio, que alberga al Senado y la Cámara de Representantes, uno de los recintos más venerados de la democracia estadounidense. Desde el pasado 3 de noviembre Trump se ha dedicado a propagar un inexistente fraude. Desde meses antes, estaba agrediendo y acusando falsamente al sistema electoral. Y desde que asumió la Presidencia, en enero de 2017, se ha dedicado a horadar la legitimidad del sistema político y a golpear sin pausa la confianza en las instituciones y en la misma democracia.
Hay que comprender la profundidad del sentimiento frente a los símbolos y los rituales democráticos en Estados Unidos para medir el impacto de lo sucedido este 6 de enero, día que quedará en la memoria de todo el país. Las hordas invadiendo y agrediendo la sede de la soberanía popular precisamente en momentos en que se cumplía un rito, cual es el de ratificar los votos de los colegios electorales que eligieron al nuevo presidente. No extraña que en tantos medios norteamericanos se hable de profanación.
Resulta ya patético Trump con su cantinela de vencedor derribado por un supuesto fraude en el que no creen ni los jueces (cientos de ellos del partido republicano), ni el Departamento de Justicia, ni los gobernadores de su partido, ni la Corte Suprema, de mayoría también republicana. Da grima un gobernante salido de todo esquema racional, dedicado a azuzar las bajas pasiones de parte de un electorado dispuesto no solo a creerle sino a, como se demostró el miércoles, irrumpir con violencia en las máximas instituciones democráticas.
Trump cierra su gobierno entregado del todo a la zafiedad y al irrespeto a sus contrincantes. Si en su presidencia no tuvo límites y todo le fue permitido, en su recta final se está superando a sí mismo. Y no es cosa que vaya a terminar el 20 de enero. Estamos hablando de un personaje que en noviembre de 2020 sacó más de 74 millones de votos, 14 millones más que en 2016. Es decir, alguien que en cuatro años de estropicio aumentó su apoyo popular, el cual no parece que vaya a abandonarlo fácilmente.
Es verdad que a partir del 20 de enero habrá un nuevo presidente que contará con mayoría en la Cámara de Representantes y en el Senado, atendiendo el resultado final de las nuevas elecciones en Georgia, que les dieron dos escaños más a los demócratas. Si bien es una mayoría con vigencia por dos años, puesto que en 2022 vuelve a haber elecciones legislativas para renovar un tercio del Senado, la conformación actual de las bancadas bipartidistas le van a permitir a Biden un inicio con mucho mayor margen de gobernabilidad.
El contraste va a ser impresionante. Solo el hecho de no parecerse al presidente saliente le va a dar al entrante una pátina de respetabilidad y credibilidad, por lo menos inicialmente. La confianza en que se reparen los desmanes y desafueros desde el despacho Oval es enorme y no infundada, pues no en vano se trata de una nación cuyas instituciones, a pesar del desquicio del “comandante en jefe”, superan las tempestades. Mírese si no la imparcialidad de los jueces republicanos de varios estados declarando infundadas las acusaciones de fraude por ausencia absoluta de pruebas, o los gobernadores y secretarios estatales respetando la voluntad de los votantes, o el mismo vicepresidente Mike Pence o el líder republicano Mitch MacConnell negándose a secundar una carrera enloquecida contra la democracia