La Operación Orión era necesaria, vista desde la urgencia de contener una fuerza miliciana que se había apoderado, desde 1998, de por lo menos 15 barrios de la Comuna 13 del occidente de Medellín. Pero terminó convertida en un amplio expediente de violaciones de derechos humanos de las comunidades de la zona, que 15 años después no se borra de la memoria de las víctimas.
Otras dos incursiones de la Fuerza Pública que precedieron a Orión, denominadas Mariscal y Antorcha, en mayo y agosto de 2002, habían sido la antesala de lo que podía ocurrir si los organismos de seguridad oficiales usaban la fuerza de manera desproporcionada y perdían de vista que su legitimidad era esencial para recuperar este territorio urbano y devolver la seguridad a sus habitantes.
El titular del especial digital publicado por este diario es elocuente sobre lo que pasó allí: Cuando la guerra llegó a la ciudad. En esa zona, habitada por más de 130 mil personas, las guerrillas desarrollaron un decidido proyecto de control social, político y militar en la segunda ciudad del país, además centro industrial y núcleo estratégico dirigencial.
Se establecieron allí cerca de 300 milicianos que pertenecían a las Farc, el Eln y los Comandos Armados del Pueblo (CAP), este último un experimento secreto y compartimentado de las Farc, para medir su capacidad de penetración y organización de masas en las grandes capitales.
Después de los fenómenos milicianos resultantes de autodefensas barriales contra los excesos y atropellos de las bandas del narcotráfico a finales de los ochenta y principios de los noventa, en la ladera nororiental, la Comuna 13 se convirtió en el nuevo laboratorio de la subversión para llevar el conflicto al terreno urbano.
Revistas militares clandestinas, en las calles, que involucraban a los jóvenes de esa comuna. Caletas con armas y refuerzos permanentes de hombres y munición que llegaban por la Vía al Mar, desde Urabá. Francotiradores apostados en los “filos” que rodean la geografía de esos barrios. Vías cerradas con cadenas y escalinatas laberínticas y ataques a las patrullas policiales y al mismo alcalde de la época, secuestrados y carros robados llevados allí, se convirtieron en señal inequívoca del dominio logrado por la subversión ante el descuido de la seguridad y la inversión social del Estado.
Pero aquel 16 de octubre de 2002, Orión se convirtió en una pesadilla que continuó durante por lo menos cuatro semanas más. Los expedientes judiciales y diversos testimonios, incluso fotográficos, describen que Policía y Ejército se apoyaron en informantes que acudieron vestidos de camuflado y con pasamontañas que se encargaron de señalar a supuestos colaboradores e integrantes de la guerrilla.
Lo que los líderes y organizaciones sociales de la 13 aún hoy reprochan y que llevaron ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y luego ante su Corte, es que muchos de los detenidos sufrieron abusos y algunos terminaron en manos de comandos paramilitares que los torturaron y desaparecieron. Las víctimas siguen exigiendo saber el paradero de por lo menos 50 desaparecidos a lo largo de 2002, tres de ellos durante la incursión del 16/10.
Orión es un ejemplo de la pertinencia de que el Estado garantice el monopolio de la fuerza e impida el control de territorios por parte de armados ilegales. Pero es también el recordatorio de que esa soberanía no admite, bajo ninguna premisa, que la Constitución y el Estado de Derecho se perviertan mediante acciones militares desprovistas de garantías y respeto a los no combatientes, todos en últimas ciudadanos de Colombia.