La captura del tal Otoniel produce un enorme alivio. Y no es propiamente porque estemos pensando en que, a partir de hoy, con Dairo Úsuga en la cárcel, se acaba el narcotráfico. Ya los colombianos hemos repetido esta historia varias veces durante los últimos cuarenta años. Hemos entendido que existe una ley del mercado, según la cual cada que cae un nuevo capo no demora en llegar otro a tomar su lugar en la cadena del narcotráfico. Sucedió con Pablo Escobar, Gilberto y Miguel Rodríguez, Carlos Castaño, Don Mario, Giovanni Úsuga, el hermano de Otoniel, y ahora también con él. Ya está un tal Chiquito Malo de sucesor. Por no mencionar tantos otros, como el Loco Barrera, Chupeta y Rasguño, que estaban en la fila para llegar a la cabeza y murieron o fueron capturados en el intento.
Este es sin duda un golpe certero contra el narcotráfico, pero también tiene otras connotaciones. Colombia, de acuerdo con la DEA, saca al año 500 toneladas de cocaína y, según la Policía, el llamado Clan del Golfo mueve 120 de ellas. Es decir, casi un cuarto de toda la coca que se produce en el país. Pero que el jefe de esa máquina del crimen anduviera como Pedro por su casa era, por supuesto, de enorme gravedad. Tras doce años de operar como capo estaba convirténdose en una gran vergüenza y en el símbolo de que, en Colombia, los criminales nos estaban ganando la guerra. Que Otoniel siguiera impune era una herida abierta en el país porque, con cada día, el modus operandi de su grupo se degrada más y más. Las recientes masacres en el oriente de Antioquia, en el sur de Córdoba y en el Bajo Cauca antioqueño se les atribuye a Otoniel y su grupo de hampones.
Todos los que participaron en la operación Agamenón, desde el presidente de la República, pasando por el intendente de la Policía, Edwin Guillermo Blanco Báez, que tristemente falleció en el operativo, hasta los agentes de inteligencia que diseñaron la persecución; todos merecen un sonoro aplauso. No es menor que lo hayan sometido vía captura y no en un bombardeo, como se había vuelto la costumbre. Este golpe da un empujón al estado anímico de las tropas y del país. Cabe recordar que en los tiempos en que la guerrilla prácticamente estaba tomándose las capitales, los golpes contra sus cabecillas empezaron a cambiar el estado de opinión y muchos comenzaron a creer que sí era posible ganar esa guerra.
¿Se puede cantar victoria? Sí, pero es apenas un triunfo parcial. Nos tenemos que comenzar a preguntar: ¿Cómo vamos a derrotar definitivamente el narcotráfico? La posibilidad de legalizar la droga, que algunos la ven como alternativa, está todavía muy lejos. Dar una guerra a fondo contra el narco cuesta mucho y se necesitan liderazgos muy fuertes. El intento de la sustitución de cultivos, a pesar de los enormes esfuerzos, no ha dado resultados en disminución radical de hoja de coca sembrada. Mientras cualquiera de esas tres salidas cuaja y vemos con cuáles buenas ideas llegan los candidatos presidenciales, la captura de Otoniel es una oportunidad para que se traten de transformar comportamientos en la cultura de los colombianos.
Hay que comenzar por mostrar en las escuelas cómo todos esos delincuentes son unos grandes fracasados. En la cátedra de historia o de cívica no solo hay que aprender sobre Bolívar y Santander, sino sobre el enorme daño que la mafia hace al país y a sus instituciones. A cada día parece que nos acostumbramos más y se sanciona menos socialmente el enriquecimiento ilícito. Y en los territorios más vulnerables, al mejor estilo de las fábulas con moraleja, contarles a las nuevas generaciones cómo el negocio de la coca se convierte en una verdadera maldición: los capos terminan escabulléndose en el monte como alimañas, alejados del mundo, sin poder dormir tranquilos y provocando sufrimiento y mucho dolor a sus familias. Que entendamos todos que ser narco no paga. Son ideas sueltas. Pero hay que hacer algo. La captura de Otoniel tiene que servir de lección. No puede ser que sigamos como sociedad en una cinta sin fin que repite una y otra vez la misma trágica historia de los narcos