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Una epopeya de la infancia

30 de noviembre de 2019
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Cuando Netflix estrenó este año la nueva versión de Los caballeros del zodiaco, empecé a mirar la temporada con el interés de recuperar el asombro que me había despertado durante mi infancia. La animación estaba modernizada con las ventajas de las nuevas tecnologías, la trama solo tenía leves cambios, los personajes conservaban sus nombres y sus poderes, pero algo les hacía falta. Avancé a través de los episodios tratando de identificar aquella carencia. Los combates entre los caballeros estaban despojados de cierto dramatismo que recordaba de la serie de 1986. No eran tan entretenidos. Recuerdo que cuando veía este anime japonés me llenaba de ansiedad ver las peleas. Sufría con la amenaza de derrota de los protagonistas. Su dolor era mi dolor. Me solidarizaba con su perseverancia y sabía que en esa trama de dioses, armaduras y batallas estaba contemplando algo hermoso. No pasó lo mismo con la serie de 2019, a los personajes les falta alma y por lo tanto no hay pilares que permitan soportar toda la temporada.

Cuando vi por primera vez Los caballeros del zodiaco tenía 10 o 12 años. Cuando estrenaron esta versión modernizada, recién cumplía 38. Sin duda estoy más viejo, pero ¿significa eso que me hice insensible a una buena historia? Por fortuna, Netflix decidió subir a su plataforma las seis temporadas de la serie que se emitió entre 1986 y 1989. Emprendí una maratón cautelosa. Temía comprobar que la historia ya no me despertaba ningún asombro.

La primera impresión fue una cierta ternura provocada por una producción tan rústica. La animación en aquellos años era básica, simple, sin pretensiones, a veces, incluso, es una animación ilusoria: hay muchas imágenes estáticas cuyo único movimiento consiste en un zoom in o zoom out, o en un paneo que hace énfasis en la expresión de los personajes. La calidad de los dibujos es muy variable. En algunas imágenes hay un preciosísimo que le otorga a los protagonistas una verdadera aura divina. En otros momentos los dibujos son agrestes, un par de líneas entrelazadas conforman la expresión, la proporción de los cuerpos es muy variable, alguien que desconozca el lenguaje del anime diría que los artistas detrás de esta serie son la mayor parte del tiempo descuidados y perezosos.

Aunque no soy un experto en anime japonés, viendo de nuevo Los caballeros del zodiaco descubrí que eso era justamente lo que le faltaba a la versión más reciente: la orquestación equilibrada de un lenguaje visual que se sirve de distintos estilos (en los trazos, en las formas, en las proporciones, en la dosificación del movimiento, incluso en la iluminación y el color) para crear la ilusión de la vida en personajes que originalmente están paralizados sobre un papel.

No basta con generar una sofisticada animación con las facilidades de la tecnología. La vida que irradia de la versión de los años ochenta se sustenta en una filigrana en la que se trenza la gramática visual con una estructura dramática intensa: los diálogos son pasionales y sumamente descriptivos, los personajes acarrean un pasado que explica sus motivaciones, debilidades, fortalezas y deseos; el corazón de la trama se revela a cuentagotas, lo que contribuye a crear una tensión permanente que no decae ni siquiera en los capítulos de transición en los cuales la acción es mínima.

Cuando era niño me ilusionaba la idea de que algún día convirtieran Los caballeros del zodiaco en una película de acción real. Veía esa historia basada en diversas mitologías trasladada a un medio con fantásticos efectos especiales, actores musculosos y escenarios deslumbrantes. Algo así hicieron después con Mortal Kombat y Dragon Ball para desilusión de los fanáticos. La nueva versión animada es una desilusión más, aunque debo reconocerle una enorme virtud: me empujó a recuperar una epopeya olvidada.

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