El reto más importante de un director extranjero cuando es contratado por Hollywood es lograr que la maquinaria del cine estadounidense no aplaste sus marcas de estilo. Que “eso” por lo cual lo contrataron se siga sintiendo en sus películas, a pesar de los cambios obligados en sus condiciones de producción. De maquinarias despiadadas está hecha Ojka, la película que el afamado director coreano Bong Joon-ho presentó en el último Festival de Cannes y se estrenó comercialmente a través de Netflix esta semana.
Okja nos presenta un concurso que una empresa agroindustrial multinacional convierte en su estrategia más importante. Ponen 26 crías de una nueva especie de cerdos supuestamente obtenida sin modificación genética, en 26 granjas alrededor del mundo, para volver por los marranitos 10 años después y ver quién es el ganador. Qué gana el granjero con esto y por qué son 10 años y no 6 o 4, es algo que parece no importarle aclarar a Joon-ho y ahí es donde comienzan los problemas de esta película, que intenta combinar un relato familiar de aventuras con reflexiones sobre el estado del mundo.
Cuando un guión no se preocupa por atar los cabos sueltos que va dejando en el camino, la sensación del espectador es de incomprensión frente a un descuido que se antoja gratuito. Sobre todo cuando una de las mayores cualidades de la filmografía anterior del coreano era el cuidado en los detalles de sus historias, que las convertían en mecanismos narrativos sólidos, como aquella “Snowpiercer” donde un tren era la metáfora perfecta de las injusticias que causa la desigualdad.
A estas debilidades del argumento hay que sumarle la poca atención que les presta a sus personajes, más esquemas que otra cosa. Es como si el coreano se hubiera concentrado tanto en crear una criatura artificial, Okja, que olvidó brindarle la misma atención a los seres reales frente a su cámara. La empresaria despiadada, el presentador televisivo sicótico, el terrorista ecologista, se muestran como remedos de una idea, pues sus diálogos no nos permiten conocerlos mejor.
Para el final de este texto, sin embargo, he dejado lo realmente admirable de Okja. Todas las escenas que protagonizan esta criatura, mezcla visual de elefante y perro, con Mija, la nieta del granjero que la crió, están llenas de una ternura conmovedora.
En esos momentos, la película logra conectarse con ilustres predecesoras de sus temas, como E.T., de Spielberg. El que no recuerde a sus mascotas cuando ve a la niña y al cerdo gigante jugar en el bosque, no tiene corazón. Esas secuencias, sumadas a la persecución en una estación del subterráneo en Corea, consiguen salvar a Okja de la debacle y la convierten en un entretenimiento aceptable, que se olvida poco después de ser visto, casi como los embutidos que pretendía crear la mala del paseo: hay carne sí, pero la mezcla es tan artificial que al final no sabemos qué fue lo que comimos.