Cuando Ridley Scott dirigió Alien en 1979, contándonos aquella historia de una bestia desconocida que aterrorizaba a los integrantes de una nave espacial, prácticamente creó un subgénero cinematográfico: el terror sideral. No hay manera de superar eso, por mucho que cualquiera, incluso él mismo, lo intente. Con él perdimos la inocencia.
Por eso es un poco injusto con el gran director británico juzgar Alien: Covenant comparándole inmisericordemente con su predecesora original. Es como si te pidieran calificar la actuación de un mago luego de que alguien te contara cómo hace sus trucos. Es casi una falta de cortesía.
Lo que sí se puede decir de esta nueva entrega de la franquicia cinematográfica es que la tecnología de imágenes generadas por computador ha conseguido depurar a tal grado la figura de la criatura que deberán enfrentar los pasajeros de esta nave, que aquellos de estómago delicado deben tomar precauciones: el asco que produce desde que la vimos hace más de tres décadas ha aumentado mucho, tal vez porque no hay ya vestigio de esa textura artesanal y cauchuda que se percibía la primera vez que supimos que en el espacio no se escuchan nuestros gritos.
El esquema ya lo conocemos. Nave espacial, en este caso colonizadora buscando un nuevo hogar para la humanidad (con los ecos de actualidad que eso implica), se ve en la obligación de aterrizar en un planeta que reconocerán aquellos que vieron Prometheus, porque el viaje que habían estipulado se ve truncado en mitad del camino. Allí encontrarán a un ser que les hará la vida imposible y los irá acabando uno por uno. Nada nuevo.
Lo interesante son las pequeñas variables que esta vez introduce Scott en el tema. Porque en el nuevo planeta los tripulantes de la nave encuentran ayuda. Aquel robot de Prometheus que posee la cara y las frías modulaciones de la voz de Michael Fassbender.
Será su figura y las repercusiones de sus ideas lo más destacable de esta película, el complemento serio de la carnicería cada vez más rápida para la vista, que ya conocemos. ¿El día que creemos robots que tomen decisiones autónomas, podrán verse a sí mismo como una especie de dioses con la potestad de decidir acerca de la supervivencia de la especie?
Con su habitual buen ojo para recrear un futuro cercano, que parece posible, Scott no es tan acertado esta vez en hacer que encajen las piezas. Sólo un par de los expedicionarios logra importarnos lo suficiente para que suframos por ellos.
La música telegrafía demasiadas veces el sentimiento que quieren provocar las imágenes que siguen, lo que no ayuda mucho al suspenso. Una escena en la que está involucrada una ducha, parece más un homenaje al cine de terror más ochentero, en el que siempre se castigaba el sexo. Sin embargo, encuentra Scott en Katherine Waterston a una digna sucesora de Ripley, aquel personaje inmortal de Sigourney Weaver. No es poco.
Sí. Ya sabes cómo saca al conejo el mago de su sombrero. Pero todavía te asombra ver que el conejo está vivo.