Samuel Castro (Crítico de cine Twitter: @samuelescritor)
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Samuel Castro (Crítico de cine Twitter: @samuelescritor)
Vemos a Cleo correr tras Toño, concentrada en que no le vaya a pasar nada malo a él, que no es su hijo, pero como si lo fuera. Sin embargo, gracias a que la cámara se desplaza lateralmente, sin permitir nunca que ella salga del centro de la imagen, también vemos, como en aquellos cuadros del Renacimiento que usaban la perspectiva para contar más de una historia, lo que ocurre detrás de ella o al frente. Y aparecen entonces el viejo que carga una alfombra, y la señora que desagua la carpa de la veterinaria del doctor Malvido, y las muchachas que están escogiendo vestidos de novia, y el vendedor de lotería y el médico que sale del cine con su amante. Porque la vida de Cleo, gracias a la narración prodigiosa de Alfonso Cuarón, es también el relato de una generación, mexicana sí, pero latinoamericana también, que atravesó la niñez urbana con la ayuda de esas mujeres que venían de pueblos remotos, y se sentaban por las noches a ver televisión con las familias, sus familias, y eran cocineras y aseadoras y niñeras.
Vemos a Cleo caminar apagando las luces de la casa que Pepe dejó prendidas, para dormir apenas y madrugar a hacer posibles las vidas de los cuatro niños y de la señora Sofía y la señora Teresa, mientras escuchamos, gracias a una edición de sonido llena de capas, las conversaciones que nos permiten saber que hay otras vidas detrás de la vida de Cleo. Vidas que como la de ella o la de México, están pasando, en 1971 y siempre, por momentos de cambios trascendentales, porque ser latinoamericano es acostumbrarse al sobresalto. Por fortuna, pensaremos, tenemos a José José, a Rocío Durcal y a Juan Gabriel para acompañar sus penas, que son las mismas nuestras y que se van desgranando con sutileza, pues la gracia maravillosa de Roma es que escoge como protagonista a quien normalmente es personaje secundario y este mecanismo le permite llevarnos de puntillas por la realidad, por los pueblecitos sin alcantarillado cubiertos de pancartas políticas de viejas elecciones, por las calles del centro atiborradas de vendedores ambulantes, por los balnearios de hoteles sin estrellas, donde la comida es abundante y la gente se casa por la noche para no derretirse en los vestidos.
Vemos a Cleo esperar junto a una cancha de arena, brillante hasta herir la retina, gracias a la fotografía deslumbrante que logra Cuarón y que aprovecha el blanco y negro para darle a todo el aura mágica de los recuerdos. Tal vez el vínculo autobiográfico de esta historia ha conseguido que la habitual destreza técnica del mexicano se combine con una consistencia sentimental y una ternura que nos recuerda lo que logró hace más de 20 años en The little princess, y que consigue llevar a Roma al terreno de los clásicos inmortales, de aquellas historias que nos seguirán hablando por décadas. En esa cancha, Cleo será capaz de una proeza, pero solo nosotros la vemos, porque solo nosotros, nos dice Cuarón, entendemos su heroísmo. Porque sabemos que lo heroico no es esquivar la muerte. Lo heroico en nuestros países es seguir viviendo.