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Vernos sin
mirarnos al espejo
Marisol logró poner en once palabras el miedo que nos acompaña a absolutamente todas las mujeres del mundo a lo largo de nuestra vida. Su relato nos lee cuando lo leemos.
Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo
Todavía recuerdo cuándo y dónde estaba el día en que leí un microrrelato titulado El visitante: «Llega y toca de forma violenta, toca todo menos la puerta». Cuando me pasó la conmoción lo metí, sin dudar, en la carpeta de finalistas. Como jurado del concurso Medellín en cien palabras tenía la misión de encontrar los mejores microrrelatos entre los más de doce mil que concursaron. Son muchas las cosas que deben juzgarse para decidir si un relato funciona o no. Para mí, una de las más importantes, es la capacidad de permanencia. De eso han pasado meses y yo sigo pensando, a menudo, en El visitante. Me parece imposible que sólo once palabras puedan abarcar y doler tanto. Cuando llegué a la deliberación recuerdo que puse el relato sobre la mesa y dije que no estaba dispuesta a debatir si dicho relato merecía el primer puesto o no en la categoría juvenil, que era en la que concursaba. Ese día me enteré del nombre y la edad de su autora: Marisol Velásquez, 15 años. Además de la virtud de permanencia, el relato tiene la virtud de la universalidad: Marisol logró poner en once palabras el miedo que nos acompaña a absolutamente todas las mujeres del mundo a lo largo de nuestra vida. Su relato nos lee cuando lo leemos.
Ser jurado de un concurso como este parecía una labor rutinaria, igual a la que hago diariamente como profesora de escritura: leer textos y encontrarles las fallas y los aciertos. Sin embargo, la experiencia fue muy diferente porque, esta vez, las historias narraban a Medellín, una ciudad que me importa y me duele, que me ha dado y me ha quitado tantas cosas. La gente, a veces, se queja de que suelen ganar relatos tristes y violentos, he aquí la explicación: ganan porque ese tipo de relatos son, en su gran mayoría, los que participan. Seamos realistas: Medellín es muy triste y muy violenta y eso tiene que salir por algún lado. La pregunta no debería ser por qué ganan estos temas sino por qué los estamos escribiendo. El poeta Roberto Juarroz dice: «Debemos conseguir que el texto que leemos nos lea. Debemos conseguir que la música que escuchamos nos oiga». Lo anterior era algo que ya sabía, pero sólo hasta que fui jurado, vine a entenderlo a profundidad por la sencilla razón de que lo experimenté en carne propia. El día de la deliberación noté que la mayoría de los microrrelatos que había seleccionado tenían madres desparecidas o muertas, madres que salían de casa y no regresaban, madres que se convertían en ángeles o en fantasmas. Creí leer relatos de madres ausentes pero, en realidad, fueron los relatos los que leyeron el indescriptible miedo que cargo desde los once años cuando mataron a mi padre y caí en cuenta de que a la mamá podía pasarle lo mismo. Ahí estaba yo, permitiendo que lo leído me leyera, que removiera los miedos que me acechan. Como los removió Marisol y tantísimos otros textos que adivinaron mis sentimientos hacia esta Medellín tan odiada y tan querida. Porque para vernos no siempre basta con mirarnos al espejo, a veces, conviene abrirnos como un libro y permitir que los textos nos lean.